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• Cordillera de los Frailes
• Festival de Maragua
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• Ruta GPS y waypoints
Esta etapa va de Potosí a Sucre, pero en lugar de seguir la carretera asfaltada, damos un rodeo por la Cordillera de los Frailes. Según nos han dicho es una de las zonas con más quebradas del país, pero queremos ver cómo viven las comunidades de campesinos en el altiplano. Durante el recorrido pasamos por pueblitos de tan solo un puñado de casas, algunos de los cuales ya están abandonados. En esta zona la lengua predominante es el quechua, y aunque la mayoría habla castellano, nos hemos encontrado con pastoras que no lo entienden. Una de las dudas que nos queda es cómo pueden cultivar en esas pendientes brutales donde tienen sus campos. Claro, tampoco es que haya demasiadas zonas planas, pero parece que las papas hayan de caer rodando pendiente abajo incluso antes de cosecharlas. Toda la región está entre los 3300 y 4300 metros de altura. A pesar de esto, el invierno no parece excesivamente crudo, o por lo menos este invierno. En las cotas más altas la temperatura baja de cero grados por la noche, pero durante el día el sol calienta agradablemente y los cielos raramente están cubiertos de nubes. Muy al contrario de las advertencias que hemos recibido tanto en Sucre como en Potosí respecto al carácter arisco de sus habitantes, estas gentes son muy amables y agradables y siempre hemos sido recibidos con una sonrisa y un agradable saludo en todas partes. Además hemos tenido la suerte de coincidir con la fiesta de los campesinos donde se olvidan de la dureza del día a día y se visten de gala para pasarse 2 días bailando y bebiendo chicha hasta caer rendidos. Estas son nuestras vivencias en la Cordillera de los Frailes.
20 de Julio de 2011: De Potosí a ninguna parte (Perfil)
21 de Julio de 2011: De ninguna parte a Cienaguillas (Perfil)
22 de Julio de 2011: De Cienaguillas a Tinguipaya (Perfil)
23 de Julio de 2011: De Tinguipaya a Cienagoma (Perfil)
24 de Julio de 2011: De Cienagoma a (Colque)Maragua (Perfil)
25 de Julio de 2011: Fiesta en Colquemaragua
26 de Julio de 2011: De Colquemaragua a Chaunaca (Perfil)
27 de Julio de 2011: De Chaunaca a Quila Quila (Perfil)
28 de Julio de 2011: De Quila Quila a Sucre (Perfil)
A diferencia de otras ciudades, la salida de Potosí resulta bastante fácil. El tráfico en la carretera número 1, la que va hasta La Paz, es muy reducido. Incluso las calles que llevan a la 1 no están demasiado concurridas. El único momento desagradable es cuando cometemos el error de parar detrás de unos de los microbuses. Aun teniendo la salida del tubo de escape casi a la altura del techo, el nubarrón de humo negro al arrancar es tal que te ves envuelto en él sin remedio. Además, como estamos a 4000 metros de altura, la respiración sólo se puede aguantar durante unos segundos. Inevitablemente acabas inhalando parte del humo, pero sólo por una vez, pues la lección se aprende rápido.
Durante los 12 primeros kilómetros la bajada es continua. Al final de ésta se cruza una garganta, se abre un valle amplio y el terreno se allana, aunque sigue en suave bajada. La verdad es que nos parece increíble el poco tráfico que hay. Además los conductores son muy respetuosos y nos adelantan cambiándose al carril contrario completamente, dejando un amplio espacio. Al llegar a Tarapaya nos desviamos y preguntamos a los primeros lugareños que vemos si vamos bien para ir a Tinguipaya. La respuesta es que no, que debemos seguir por la carretera 1 hasta Yocolla y allí tomar el camino hacia Tinguipaya. Ya sabemos que esa ruta existe, pero por la que tenemos planeada se llega antes, así que les preguntamos si vamos bien para Mondragón. “Sí, sí, para Mondragón la ruta esta es”.
Nos sorprende que el camino esté asfaltado todavía, pero así sigue hasta Miraflores. Por entre medias hay unos baños termales, el Ojo del Inca. Al llegar a Miraflores, nos aseguramos de que tomamos el camino correcto hacia Mondragón y seguimos. El asfalto se termina, pero en lugar de tierra, nos encontramos con un camino empedrado con cantos rodados que nos llevará hasta Mondragón. Llegando a este pueblito se ve un cañón a lo lejos por donde se escapa el río que vamos siguiendo. A la entrada de Mondragón nos encontramos con un kiosco y paramos a comprar más agua. La anciana que nos atiende es súper amable y nos pregunta hacia dónde vamos. Le decimos que hacia Tinguipaya y nos dice que vamos mal encaminados, tenemos que volver atrás, hasta la entrada del pueblo y tomar una pista que sube. Menos mal que ha sido curiosa. Le damos las gracias y se despide de nosotros con un cariñoso “que tengan suerte niñitos”.
Ahora sí el camino ya es de tierra, pero en buen estado. Sólo en algunos tramos cortos hay piedras o roca, pero todo es ciclable. La subida no es muy fuerte, de manera que vamos avanzando a buen ritmo. Desde las alturas vamos entendiendo porqué la carretera sube. Estamos esquivando el cañón, que se hace angosto y profundo. El viento que poco a poco ha ido aumentando, levanta grandes nubes de polvo y reduce la visibilidad a lo lejos, impidiendo que veamos el final del cañón.
Sobre el km 34 llegamos a un collado y paramos a comer. Desde aquí bajaremos suavemente hasta un desvío que lleva a Moropoto, un pueblito que parece abandonado. Pasamos de largo el desvío y seguimos hacia Tinguipaya, nuestro destino de hoy. De momento vamos siguiendo el recorrido que ayer trazamos sobre los mapas que conseguimos en el IGM (Instituto Geográfico Militar) de Sucre y Potosí. En ambas oficinas nos ayudaron enormemente para conseguir planos que cubren esta zona. Aunque son viejos (del 70) y no están actualizados, son los únicos que sabemos que existen.
Más adelante nos encontramos con un desvío que no está en el mapa. Nosotros tomaríamos el camino de la derecha, pero está en pésimo estado, cubierto de matorrales e imposible de transitar en vehículo. Sin embargo, el de la izquierda no sigue nuestra dirección. Exploramos a pie el de la izquierda, hasta un punto donde tenemos más visión y definitivamente, no va en nuestra dirección. Además, la dirección que sigue la línea de alta tensión que tenemos a la vista corrobora nuestra decisión. Así que arrastramos las bicis para superar el tramo no ciclable y descendemos hasta cruzar el lecho de un río seco. Volvemos a arrastrarlas por la subida al otro lado intentando evitar los arbustos espinosos que han crecido en el camino. Seguro que vamos a pinchar, porque es imposible esquivarlos todos. En algunas de las subidas Judit se va quedando atrás. En las más accidentadas tenemos que volver a arrastrar. En alguna ocasión vuelvo atrás a ayudar a Judit a arrastrar la bici, pero no pasan ni un par de kilómetros que nos damos cuenta que su rueda trasera está floja. Lo dicho, pinchazo. Judit se encuentra extrañamente cansada y le duele la garganta, así que se sienta mientras yo empiezo a cambiar la cámara de su rueda. La verdad es que hace mala cara. Aunque está soleado, comienza a tener frío y se encuentra fatal, así que decidimos montar la tienda y esperar a ver cómo se encuentra mañana. Una vez dentro de la tienda, siente escalofríos y se pone el termómetro. Efectivamente, tal como ella sospechaba, está a 37.6 grados. Se cambia de ropa, se toma un par de pastillas antipiréticas y un antiinflamatorio y se mete en el saco. Yo acabo de ajustar el freno de disco para que no roce después de haber sacado la rueda. Mientras ella descansa, sigo a pie por el camino para ver hacia dónde se dirige. Nos resulta muy extraño que esté tan abandonado, pues se supone que vamos por el camino principal de la zona. Quizás han construido una variante más fácil de mantener. Subo a una pequeña loma desde la que se tiene una buena panorámica. Desde aquí veo que nuestro camino se une a una pista en buenas condiciones. Parece que la teoría de la variante se podría confirmar. Me vuelvo a la tienda y preparo una infusión para Judit que sigue cansadísima. El ambiente es muy seco y, a pesar de la botella de dos litros que hemos comprado en Mondragón, tenemos poca agua, así que decidimos cenar algo que no precise agua. Nuestras cenas normalmente consisten en sopas o pasta, pero hoy son cereales a palo seco. Poco a poco Judit se va encontrando mejor, pero la fiebre no baja.
Aunque estamos a 3500 metros, no hace frío. Desde dentro de la tienda se nota la claridad de la luna que brilla con fuerza afuera. Por supuesto, esto no impide que nos quedemos dormidos al instante. Mañana decidiremos cómo proseguimos.
Nos empezamos a desperezar cuando el sol empieza a calentar la tienda. Judit se encuentra mejor pero aún le duele la garganta al tragar. La decisión es seguir adelante con la ruta inicial. En lugar de la leche con cereales habitual, hoy desayunamos las galletas que compramos en el convento de Santa Teresa en Potosí. Son una especie de pastas de té que resultan un poco ásperas de tragar pero queremos racionar el agua hasta que podamos recargar.
Seguimos por el camino lleno de matorrales espinosos hasta llegar a la pista que ayer vi desde la cima y la tomamos en la dirección que nos parece acertada. A un par de kilómetros vemos una pastora en la falda de la montaña y paramos para preguntarle. Nos han advertido que los pobladores de esta zona reciben a los desconocidos con recelo. Temen que vengan a quitarles sus tierras o expulsarlos. Vemos que la pastora se agacha para coger una piedra y la coloca en su honda. Afortunadamente es para controlar al rebaño de cabras que va guiando. Judit, a pesar de su estado se ofrece a bajar para preguntarle sobre el camino. Pensamos que hablando con una mujer, aunque tenga los pelos rojos, la pastora sentirá menos temerosa. Desde la pista veo como las dos gesticulan y apuntan hacia donde el camino sigue. Finalmente se despiden con un apretón de manos y Judit comienza a subir la cuesta hasta donde yo estoy. Cuando llega, entre resoplidos me dice: “sólo habla quechua, no nos hemos entendido ni una palabra”. Genial. De eso también nos habían advertido. Miro hacia la pastora y veo que arranca a correr en nuestra dirección. Se agacha para volver a coger unas piedras y desenrolla su honda. Ay, que esta vez viene a por nosotros. Pero no, el rebaño se estaba acercando a la pista y le lanza un par de pedradas para que vuelva abajo. Judit, aunque no haya entendido ni una palabra, la ha encontrado muy amable.
Decidimos seguir adelante. La pista sigue bajando y al fondo vemos un cañón de paredes verticales, lo cual nos escama. Al doblar una curva nos aparece delante Isla, otro pueblito, y paramos para preguntar. Esta vez me toca a mí. De las 20 casas sólo vemos un par de personas, atareadas en los patios interiores. Por suerte esta vez, el anciano sí habla castellano. Me cuenta que sí estamos en el antiguo camino hacia Tinguipaya, pero que ya sólo se puede hacer “a pata, que para moto no sirve”. El puente sobre el rio Pilcomayo hace años que se desmoronó y sólo se puede pasar andando, agarrándose a la estructura que queda en pie. “El puente está a 25 metros de altura del agua. Si te caes, chao. Te lleva el agua”. Además, al otro lado el camino está abandonado y lleno de espinos. Me cuesta 3 intentos hacerle entender que vamos en bici, no en moto. Cuando finalmente lo entiende parece que lo ve más factible, así que le dibujo un mapa en el suelo arenoso usando una piedra. Debe pensar que soy imbécil usando una piedra, cuando el dedo es una mejor herramienta y añade algunos puntos y caminos sobre el mapa. Después de conversar un poco más parece que no ve tan descabellado cruzar con las bicis así que doy por terminada la sesión informativa y le pido agua. Me ofrece tomarla de un cubo conectado a una manguera. El agua es transparente pero le pregunto de donde viene pues nos ha advertido que el agua del Pilcomayo está contaminada de mercurio y me acaba de decir que el puente destruido es para cruzar el Pilcomayo. “No, no, de aquisito esta viene, del rio no”. Cuando nos estrechamos las manos y le doy la espalda para marcharme, me dice: “Pero por ese camino a sufrir van” y me recomienda volver atrás por la pista, hasta Totora D en la carretera 1 y tomar otro camino hacia Tinguipaya. Puf. La verdad es que aun hablando castellano es difícil comunicarse. A parte de que hablan como el Maestro Yoda de la Guerra de las Galaxias, poniendo el verbo al final de la frase, te dicen una cosa y al cabo de un rato la contraria. Me vuelvo a la pista donde Judit me espera sentada, cansada de esperar de pie. Le trasmito la información confusa que ha podido sacar y decidimos seguir adelante. No pasan 200 metros que vemos un par más de habitantes. Estos parecen más jóvenes y quizás con éstos nos podamos entender mejor. Además será una segunda opinión. El padre habla castellano y la información es más o menos consistente con la del anciano, pero con más hincapié en que nos volvamos atrás. Esta vez el plano en la arena tiene hasta relieve y me describe cómo el camino supera las paredes verticales del cañón. De regreso otra vez a la pista decidimos hacer caso a los locales y volver al asfalto por el camino que nos indican en lugar de enfrentarnos al puente derruido y a las espinas.
Así que, a pesar de ver el camino al otro lado del barranco, nos damos la vuelta y remontamos lo que ya habíamos bajado. Siguiendo la pista que nos debe llevar a Totora D, vemos lejos, al otro lado del valle la pista que nos recomiendan para llegar a Tinguipaya, pero no hay conexión desde donde estamos. Por el camino nos encontramos con un coche que se dirige a Isla y que nos confirma que para llegar a Tinguipaya, hay que volver al asfalto. A la pregunta de cuánta subida nos queda, nos responden: “Pura bajada, aquisita mismo el camino a bajar empiesa”. El camino, aunque suavemente, sigue subiendo durante varios kilómetros y desde las alturas vemos multitud de pistas que se interconectan. Esto parece un laberinto. Seguimos racionando el agua, pues no nos fiamos mucho de la del cubo del anciano. Al llegar a un nuevo pueblito, llamado algo parecido a Tuskapajio según la única familia que vemos, paramos para confirmar nuestra dirección y ver si tienen agua embotellada. Me acerco a preguntar y vamos bien. No tienen agua embotellada, sólo una gaseosa. Entro en el patio y la mujer sale de la casa con una botella con un líquido rosado y un vaso. Quería invitarme a un vaso de soda de fresa pero le explico que nos hemos quedado sin agua y que todavía nos queda camino, que quería comprarle una botella de agua. Ellos son de Potosí y han venido a visitar a su suegro que vive en el pueblo. Esta es la única botella que han traído. Le pido que si me la vende y después de unas frases en quechua (supongo) con el marido, me la regalan. Insisto en pagarles algo y rechazan mi oferta repetidamente. Al momento sale el marido de otra de las puertas que dan al patio con un par de panes y me los da. Aunque vamos cargados de comida, no puedo rechazarlos. Mientras tanto, una de las chicas se ha puesto a moler tomates frescos en una piedra plana en un rincón del patio. Para triturarlos utiliza otra piedra en forma de medialuna que balancea rítmicamente de lado a lado sobre la plana. Me explica que está moliendo tomate y locoto, un pimiento picante muy utilizado en la zona. El marido me propone que moje un pedazo del pan que me acaba de dar para probar la salsa. Tampoco me puedo negar, así que allí voy. Está riquísima, pero no estoy muy convencido de las condiciones higiénicas, así que me despido antes de que me haga repetir. Me vuelvo con Judit y aparte de darle unos buenos tragos a la soda de fresa, nos zampamos los dos panes.
Después de un poco de subida más llegamos al collado desde donde la pista baja a Totora D. Judit vuelve a sentirse agotada y posponemos la decisión de hacia dónde proseguir hasta llegar al asfalto. Una vez allí compramos agua y analizamos las opciones. Finalmente decidimos seguir con el plan de recorrer la Cordillera de los Frailes. Judit está demasiado cansada para pedalear más, así que preguntamos por un alojamiento en Totora D, pero no hay. Nos subimos a un micro que nos lleva hasta Cienaguillas, cerca de donde empieza la pista hacia Tinguipaya. Según el conductor en Cienaguillas encontraremos alojamiento. Nos deja delante del lugar y está completo. El otro que hay en el pueblo está en construcción, pero conseguimos convencer al dueño de que nos deje montar la tienda en el piso de arriba y allí nos instalamos. Cenamos en su restaurante una sopa de arroz con patata fritas flotando y un ají de carne, una especie de estofado picante con arroz y patatas andinas. La cocina está a la vista y me acerco a ver cómo es el ají de carne. A partir de ahora hemos de rebajar nuestras demandas de pulcritud: aquí en Bolivia, por lo menos en los pueblos, la comida se sirve en los platos con las manos.
Nos despierta el grito de energúmeno del dueño del alojamiento desde la planta de abajo a las 6:40. Suponemos que es para despertar a las chicas que llevan el restaurante, pero empezamos a ponernos en marcha. A las 9, una hora antes que de costumbre, ya estamos pedaleando. Las chicas están preparando el desayuno para el cargamento humano del camión que acaba de aparcar en la puerta.
Al abandonar el asfalto empezamos a subir sin descanso aunque las pendientes son aceptables. Así seguiremos durante los próximos 14 km. Por el camino cruzamos algunos caseríos compuestos por tan sólo un puñado de casas, la mitad de las cuales están medio derruidas. De hecho, durante todo el camino, mirando en cualquier dirección, siempre se ve alguna casa o campos de cultivo o corrales para los animales. Por todas partes hay rebaños de burros, vacas o llamas que parecen estar desatendidos. Los de ovejas y cabras están atentamente controlados generalmente por pastoras. Aunque llevan perro, el método para dirigir el rebaño es a base de lanzarles piedras para asustar a los animales y hacerlos trotar hacia donde quiere la pastora. Resulta inverosímil que estos inhóspitos parajes estén tan habitados. La tierra es árida, los ríos están secos, las pendientes son exageradas y la orografía es la más rota que hemos visto. Al pasar por los caseríos casi siempre hay alguien para confirmar nuestra dirección, cosa que hacemos tan a menudo como podemos pues el camino tiene varios desvíos y no hay ninguna señalización. La gente siempre nos pregunta a dónde vamos y de dónde venimos. Los más curiosos también quieren saber de dónde somos. Gracias a estas conversaciones breves nos enteramos que en Tinguipaya se está celebrando un campeonato de fútbol entre las comunidades de los alrededores.
Después de superar el collado principal de hoy nos encontramos con un lago medio helado. Es muy divertido ver las peripecias que un grupo de patos tiene que hacer para desplazarse. A ratos nadan, a ratos caminan y de vez en cuando rompen la fina capa de hielo y se hunden. Lo mejor es verlos aterrizar en el hielo, resbalando un largo trecho hasta pararse o caer en el agua.
Un poco más adelante descendemos a los 4000 donde la pista discurre por una llanura repleta de llamas. En las laderas al otro lado de la planicie hay montones de casas y corrales de piedra, pero todos parecen abandonados. Al final de la llanura existe un lago artificial desde donde se toma agua canalizada para el valle de Tinguipaya. Justo al pasar al lado de la presa empieza la bajada que nos llevará al pueblo. Los lugareños que nos describían el camino tenían razón, la bajada está llena de “setas, setas, setas”. En unos 10 km perdemos 800 metros de altura. Para ello la pista tiene que serpentear por una única ladera, pues las adyacentes tienen cortantes de roca verticales. Una bajada siempre es un gustazo, pero esta lo es menos. Al otro lado del río que pasa junto a Tinguipaya hay una subida igual a la que estamos bajando, un número de “setas” parecido y lo peor de todo, nos está esperando para mañana. De cualquier manera, disfrutamos de las vistas desde lo alto, de los cambios de color de la tierra sobre la que rodamos cuando pasamos de un estrato al siguiente más abajo y del día soleado que tenemos.
Al llegar a Tinguipaya casi nos duchan al arrojar un balde de agua desde el techo de una casa a la calle. Al entrar en la plaza preguntamos por hospedajes y un par de personas nos dicen que todo está ocupado por el campeonato de fútbol. Vamos al ayuntamiento e incluso el tambo municipal donde se alojan varios de los equipos está completo. De todas maneras nos habilitan la cocina del tambo donde montamos la tienda. La habitación es tan reducida que no podemos cerrar la puerta con la tienda dentro. Evidentemente somos objeto de atención y los curiosos asoman la cabeza para ver cómo estamos instalados. Mañana nos espera una larga subida así que nos vamos al saco pronto.
Antes de salir hemos de recorrer 6 tiendas para comprar una lata de atún, pan y 4 botellas de agua. Cargados con 8 litros de agua nos enfrentamos a la subida que nos llevará camino de Maragua. La primera cuesta es sanguinaria y en la curva tenemos que parar a empujar las bicis. Por algún motivo desconocido, en las curvas hay un acumulamiento de arena fina que esconde algunas piedras y dificulta mantener el equilibrio. Durante los primeros 8 km, la pendiente sube la ridícula cifra de 90 metros por km. Las “movilidades” que transportan gente y mercancías suben resoplando con el motor en primera y levantando una polvareda que nos envuelve. Hoy vemos de frente la bajada de ayer y tenemos una mejor perspectiva de los valles y crestas de la Cordillera de los Frailes. A pesar del esfuerzo físico, el paisaje vale la pena.
Hacia el km 8, la pendiente se rebaja a niveles aceptables, pero seguiremos subiendo durante los próximos 20 km, hasta llegar casi a los 4200 m. Por el camino nos cruzamos con todo tipo de vehículos, camiones y buses, todos repletos de gente. Todos nos saludan y algunos incluso paran para curiosear. “¿Adónde se van?” A Maragua les contestamos. “Ah! Lejisitos todavía queda.” Las faldas de los abruptos valles siguen salpicadas de agrupaciones de casas rodeadas por sus campos. Parece increíble que puedan cultivar en estas pendientes. Si el trabajo del campesino ya es duro en sí mismo, imaginaos en laderas de 30 y 40 grados de inclinación y a 4000 metros de altura.
Detrás de una curva viene otra y así durante kilómetros y kilómetros de subida. Hacia el km 27, después de haber subido 1100 metros, aunque sólo son las 4 de la tarde, ya estamos pensando en acampar y continuar hacia Maragua mañana. Estamos en una de las aldeas diminutas que hemos venido pasando y Judit le pregunta a una pastora si podemos acampar en alguna parte. Ella entiende el castellano pero sólo habla quechua, así que no hay intercambio de información. En ese justo momento, aparece por el camino un chico que va andando en nuestra misma dirección. Le preguntamos a él y nos dice que a la vuelta de la curva que se ve en el horizonte está Cienagoma, una población más grande donde encontraremos alojamiento. Él se dirige hacia allí, y con paso rápido reemprende su camino mientras nosotros vamos hacia las bicis. Al cabo de unas curvas lo adelantamos y nos vuelve a indicar que pasada aquella curva, todo es bajada hasta Cienagoma. Cuando todavía estamos a pocos metros de él nos dice que si lo llevamos. En este punto la pendiente es suave y parece que la distancia a recorrer es corta, así que le digo que se suba a mi asiento y que yo pedalearé de pie. Todavía no lo sabemos, pero ¡por lo menos quedan 1 km de subida y 2 de bajada! Tengo que para un par de veces a descansar hasta llegar al collado. Durante la bajada es él el que me pide parar. Con el trequeteo de los baches se escurre hacia adelante y supongo que la punta de sillín se le clava en sus partes sensibles. A Judit le parece que cojea un poco cuando finalmente se baja al llegar a Cienagoma y se encamina hacia una de las casas. De hecho lleva las manos en los bolsillos y parece que va recolocándose los cataplines.
El pueblo no tiene más de 20 casas pero la escuela es una construcción nueva y cuenta con una pista de fútbol. Preguntamos si podemos dormir en la escuela pero está cerrada y hasta mañana domingo no vuelve el director. Sin embargo, podemos montar la tienda en la pista deportiva. En estos momentos ya tenemos alrededor nuestro un grupo de niños curiosos que nos seguirán a todas partes. Nos acercamos a la pista de fútbol y vemos que algunos de los cristales de las aulas no han resistido los balonazos de los chavales. Nos colamos por una de las ventanas y nos instalamos en una que está vacía. Aprovechamos los últimos momentos de sol para limpiar las cadenas, rebozadas del polvo de 4 días, bajo la atenta supervisión de los niños. Cuando montamos la tienda nos observan con las caras pegadas a los cristales. El más pillo hace el intento de entrar por la ventada y tenemos que pararle los pies. Por supuesto, cuando nos metemos en la tienda, hacen todo tipo de travesuras golpeando las puertas y ventanas para salir corriendo inmediatamente. No nos preocupa demasiado. Sabemos que cuando se pone el sol, a 4100 metros hace demasiado frío como para ir haciendo chiquilladas a la intemperie. Cuando salimos a cepillarnos los dientes antes de acostarnos, tenemos oportunidad de gozar de un cielo increíblemente repleto de estrellas. La Vía Láctea se ve alucinante desde aquí.
Como ya era de esperar, al poco del primer canto de los gallos, ya tenemos a los chavales del pueblo curioseando desde fuera del aula donde hemos pasado la noche. Son las 7:30 de la mañana y en el saco se está demasiado bien como para salir. Como no asomamos la cabeza fuera de la tienda, la impaciencia de los niños aumenta y empiezan a dan golpes a los cristales y a la puerta. Seguimos sin hacerles caso y su siguiente estrategia es lanzar pequeñas piedras a la tienda a través de una de las ventanas rotas. Como no nos van a dejar en paz, decidimos desperezarnos y comenzar la rutina del nuevo día. Cuando abrimos las cremalleras vemos caras nuevas pegadas a las ventanas. Hoy hay niñas, además de alguno de los chicos de ayer. La mejor expresión que recordamos en sus caras es cuando recogemos la tienda: boquiabiertos y con los ojos como platos. Y es comprensible, pasan de ver un iglú de donde salimos nosotros y un montón de bolsas, a ver el iglú enrollado y metido dentro de una de esas bolsas. Mientras acabamos de preparar las alforjas y sacarlas por la ventana dejamos de ser interesantes y las niñas se ponen a jugar en la pista de fútbol. El juego consiste en ir dando pataditas a una piedra mientras avanzan a la pata coja con el objetivo de colocar la piedra dentro de unas casillas pintadas con yeso en el suelo. No muy diferente del juego de las niñas de nuestra generación. El equipamiento sí es un poco diferente. Estas niñas calzan sandalias de tiras, hechas probablemente a base de neumático viejo. A 4000 metros en invierno, o se tiene la vitalidad de un niño o la temperatura te quita las ganas de jugar. Nos despedimos de ellas y empezamos nuestro recorrido de hoy cruzando la aldea.
Retomamos la cuesta que ayer dejamos a medias y al cabo de unos 7 km llegamos al primer collado del día, a 4350 m. Como ya viene siendo normal, hay agrupaciones de casas y campos por todas partes y siempre hay un camino que las comunica con la pista principal que seguimos. Arriba del collado una manada de llamas pace tranquilamente. Cuando nos acercamos levantan la cabeza para curiosear, mostrando los penachos de lana de vivos colores que les cuelgan de las orejas puntiagudas. Al otro lado de puerto, como también viene siendo habitual, ya vemos el subidón que nos espera para remontar el valle. En el fondo del valle hay otra aldea en la que queremos confirmar nuestra dirección antes de empezar la cuesta. Parece que sólo hay mujeres y ninguna habla castellano, pero a base de nombrar pueblos y con señas nos entendemos. El pueblito está rodeado de rebaños de llamas y burros. Mientras estamos parados una cría de llama se nos acerca para investigar qué son esas cosas metálicas en las que montamos. Se aproxima para oler las alforjas de Judit y parece que no encuentra nada interesante, así que se va dando saltitos. Cuando regreso de preguntar a las mujeres se me acerca, pero supongo que 4 días de pedaleo sin ducharme es demasiado para su fino olfato. Esta vez se aleja al trote.
La subida de este segundo puerto es, en general, asequible, pero Judit sigue arrastrando ese dolor de garganta y si deja de tomar las pastillas antipiréticas, la fiebre aparece de nuevo, de manera que nos lo tomamos con calma. Después de superarlo bajamos unos 200 metros de desnivel y empezamos la cuesta del tercer y último paso del día. Para culminarlo sólo tenemos que remontar 50 metros, pero nos parecen 500. A esta altura, el esfuerzo se multiplica. Casi al llegar a la cumbre, adelantamos a un campesino que lleva 4 burros cargados con sacos. Conversamos unos minutos y nos enteramos que se dirige, como nosotros, a Maragua, para vender su mercancía. Los burros van cargados con papas chuñas, uno de los tipos de patatas andinas que se cultivan en la zona. Éstas tienen la peculiaridad de que una vez cosechadas, se dejan secar al sol y congelar por la noche durante unos días. También lleva carne seca. Resulta que mañana hay fiesta en Maragua, así que va a haber un motón de gente y eso siempre significa negocio. Para él el negocio puede empezar ahora mismo, e intenta vendernos de todo, desde las papas y la carne hasta su propio sombrero.
El descenso hasta Maragua es continuo, sin repechones, casi 500 metros en 9 km. Sólo se ve interrumpido por varios perros que se nos acercan amenazantes, pero que ya saben lo que es una pedrada. Cuando paramos y nos agachamos a coger un par de piedras, frenan en seco y dejan de ladrar. Si les amenazamos con lanzárselas se dan media vuelta y desaparecen. Algunos son más obstinados y hay que tirárselas para que se den por entendidos. A media bajada nos paramos para comer y contemplar desde la altura el valle por el que seguirá nuestro camino hacia Potolo. En la falda del otro lado se ve la cuesta hacia Ocurí, pero por suerte no es para nosotros.
Al llegar a Maragua encontramos una tienda para reponer agua regentada por un par de ancianos muy simpáticos y vivarachos. Nos cuentan que mañana empieza la fiesta del pueblo, que va a venir un motón de gente, que habrá grupos vestidos con los trajes tradicionales danzando al son de los charangos, etc., etc. En fin que nos convencen y nos quedamos. En principio éramos reticentes a quedarnos porque estas fiestas incluyen peleas entre participantes de pueblos vecinos con cierto grado de violencia que en algunos casos ha llegado incluso a la muerte de alguno de los participantes. Como ellos dicen, si no hay una buena pelea, no hay una buena fiesta… Además, el alcohol corre de forma desmesurada, lo cual siempre crea conflictos. Pero según nos cuentan los ancianos, los bailes son por la mañana y los hombres no empiezan a beber hasta la tarde, así que nuestro plan es quedarnos y salir a mediodía, después de la parte folclórica. El siguiente paso es encontrar alojamiento. Ellos mismos nos indican que al lado de la iglesia hay un cuartito en el que podríamos pasar la noche, pero hay que pedirle permiso al alcalde. Justo en ese momento el alcalde pasa en su moto todoterreno por delante de la tienda. El anciano se levanta a toda prisa llamándolo por su nombre mientras se acerca a interceptarlo. No hay problema, podemos hospedarnos allí. Ahora sólo hay que encontrar a Atanasio, la persona que tiene las llaves. El plan para ello es volver a sentarse en el portal de la tienda, tal como estábamos antes de que pasara el alcalde y esperar a que pase Atanasio. Durante las dos siguientes horas nos distraemos charlando un poco de todo, de la fiesta, de la Copa América de fútbol, de los turistas que pasan por el pueblo… Así descubrimos el misterio entre los dos Maraguas de la zona. Ahora estamos en Colque-Maragua (Colque significa plata en quechua). El Maragua del cráter que visitaremos en unos días se llama Trigo-Maragua, por los campos de trigo que se supone tiene.
La calle está llena de puestos de venta de todo tipo de productos, desde alimentos a charangos y adornos para las vestimentas de mañana. En todo momento hay gente pasando arriba y abajo, de manera que estamos entretenidos. Aunque uno podría pensar que los viejitos sólo pasan las horas, la realidad es que no pierden detalle de lo está pasando: que si llega la movilidad de Sucre, o la de Potosí, quién pasa por la calle y adónde va, el par de gringos mochileros que acaba de llegar, etc. Y por fin aparece Atanasio. El viejito lo llama pero está demasiado ocupado para hablar del tema y volverá más tarde.
Empieza a refrescar y los cuatro nos movemos a la acera de enfrente para calentarnos al sol. Allí nos convidan a una mandarina y seguimos charlando mientras los transeúntes no pueden evitar echarnos una mirada. De hecho ni lo disimulan. Si no fuera por las pintas de ciclistas que llevamos, se diría que hemos venido a visitar a nuestros abuelos. Desde la sombra del ala de su sombrero, los ojos vivos de la anciana siguen controlando el paso de todo el mundo. Cuando alguien asoma la cabeza en su negocio, el marido se acerca a atenderlo. Si él no está en ese momento con nosotros, ella, que cojea severamente por culpa de algún tipo de accidente, le grita desde nuestra acera a ver qué necesita. Después de atender a alguien se queda en el portal de la tienda y al poco se sienta allí un chico con el que entabla conversación. Nosotros nos estamos achicharrando al sol, así que volvemos a cambiarnos de acera y nos sentamos en el bordillo al lado de ellos. Gustavo resulta ser un diocesano a punto de ser ordenado y ha venido para celebrar las misas durante la fiesta. Después de un delicado pero exhaustivo repaso de nuestro historial cristiano nos ofrece una habitación en la parte de atrás de la iglesia. Como Atanasio no aparece y el sol se está poniendo, aceptamos el ofrecimiento rápidamente. Además de que Judit necesita descansar, un pueblo de 200 habitantes no tiene emociones suficientes como para seguir cotilleando en la calle después de 3 horas, aunque mañana empiecen las fiestas.
Nos acomodamos en el cuarto al lado del de Gustavo y después de una merienda-cena, Judit se acuesta en la única cama de la habitación. Yo, desde la esterilla en el suelo, me dedico a narrar el día de hoy mientras la banda musical del pueblo repite incesantemente la misma tonada en la plaza. La fiesta ha empezado y, por los desafines que se oyen, me hace pensar que o el alcohol ha empezado a correr o que alguien esta tarde ha cambiado la azada por el trombón. De vez en cuando lanzan petardos y tracas, pero ni ese estruendo puede con el profundo sueño de Judit.
Hoy es el gran día para los campesinos de los alrededores de Maragua. Desde bien temprano han partido de sus pueblitos y comunidades en dirección a Maragua. Según nos contaron ayer, a partir de las 9 empiezan a llegar las tropas de bailarines, así que sobre esa hora ya estamos en la plaza a la espera. La calle principal está tranquila. Los vendedores aún están acabando de montar los puestos, los propietarios de los negocios sacan mesas y cajas a la acera para mostrar mejor sus productos. A las 10 todo sigue más o menos igual. A las 11 todavía no ha aparecido ningún grupo. Se supone que a esta hora empieza la celebración religiosa en la iglesia. Como tenemos que coordinar con Gustavo el tema de la llave de la residencia de la parroquia, nos vamos a hablar con él. La misa también se va a retrasar, pues los campesinos todavía deben estar de camino.
Al cabo de unos minutos se oyen unas voces y música al final de la calle. Nos asomamos a la esquina y por fin la primera tropa llega a Maragua. Se trata de un grupo de unos 20 o 25 componentes vestidos con todos los adornos y de todos los colores que os podáis imaginar. Hoy es el día de lucimiento de los hombres; mañana el de las mujeres. Para el traje típico masculino hay dos tipos de sombreros. El más sencillo tiene forma de cucurucho y dos piezas triangulares para tapar las orejas de las que cuelgan unos cordeles para atarlo a la barbilla. Tanto la punta del cucurucho como los cordeles acaban en borlas. Está tejido con lana formando dibujos geométricos. La mayoría son multicolores; otros tienen un par de tonos dentro de la misma gama. Este tipo de gorro, además de usarlo en celebraciones, también es de uso diario. La montera, el segundo tipo de sombrero, es de uso exclusivo para las fiestas. Tiene la forma de los cascos metálicos usados por los soldados españoles durante la conquista, pero está confeccionado en cuero de vaca. Además del casquete que cubre el cuero cabelludo, tiene un alero terminado en puntas afiladas en la frente y el cogote. El alero cubre gran parte de las mejillas, de manera que casi toda la cabeza esta oculta. Las piezas de cuero que lo forman pueden ser del mismo color o de colores diferentes. Encima del cuero, la mayoría de las monteras están ricamente adornadas con bolitas de lana de varios colores colgando o cenefas doradas adosadas al casquete. O con ambas. Para rematar la espectacularidad de la montera, una o varias plumas largas de colores salen de la parte alta del casquete. Entre la montera y la cabeza, la mayoría de los danzantes atrapan una esquina de un gran pañuelo de seda, de manera que el resto del pañuelo les cuelga por la espalda hasta más abajo de los riñones. Por encima del pañuelo y atados a la montera, se colocan unos penachos de lana en forma de coletas. Los trajes más completos incluyen chalecos bordados y unas bandas tejidas que van desde el vientre hasta la zona lumbar pasando por los hombros. En la cintura se superponen varios fajines de diversos colores que se anudan en la espalda y cuelgan en forma de cola hasta casi los pies. Otras piezas de ropa igualmente coloridas cuelgan por delante a modo de falditas. Los brazos se adornan con bandas estrechas de las que cuelgan cascabeles y más bolitas de colores. Las pantorrillas van adornadas con una especie de calentadores de aerobic con más dibujos, colores variados y cascabeles. Este sería el equipo mínimo para ser alguien en la fiesta. Ahora bien, si quieres destacar, debes añadir elementos distintivos y aquí es donde la imaginación de, sobre todo los jóvenes, se desborda. Guantes con o sin dedos, gafas de sol rockeras, orejeras de esas que los pijos llevan para esquiar, camisas de colores estridentes o camisetas de grupos de música heavy, etc. Algunos llevan hasta las caras pintadas o los dos tipos de sombrero superpuestos. Ahora empezamos a ser alguien en quien fijarse. Ya sólo falta colgarnos uno o dos charangos y un par de flautas andinas para ser los reyes de la fiesta.
Las chicas hoy visten bastante menos vistosas, comparativamente, claro. Los colores de las faldas y blusas son brillantes como mínimo. Las largas coletas casi siempre acaban en algún tipo de adorno a juego con la falda. Algunas llevan el típico mantón de rayas multicolores en la espalda, atado en el pecho, bien pasado por encima de los hombros o a la bandolera. En los días normales se utiliza para llevar la compra o los bebés, pero hoy es para puro lucimiento personal.
El ritmo de la música es bastante repetitivo y va marcado por el zapateado que los bailarines provocan al corretear sincronizadamente. Los charangos y las flautas son los únicos instrumentos usados. La letra de las canciones es en quechua y aunque no entendemos nada, casi nos atrevemos a decir que siempre es la misma. Las tropas avanzan desde la entrada de Maragua por donde llegan desde sus comunidades hasta la plaza, ocupando todo el ancho de la calle. Al llegar frente a la iglesia forman un corro con los charangos en el centro. Cada pocas estrofas paran de girar y ejecutan un contundente zapateado acompañado del consecuente cascabeleo. A continuación, vuelven a girar, esta vez en sentido contrario y así sucesivamente. Si el espacio delante de la iglesia está ocupado por otro grupo, se alinean en fila y cruzan la plaza serpenteando entre los otros danzarines.
A medida que pasa la mañana nuevos grupos van llegando desde sus poblaciones y han de repartirse por las calles adyacentes a la plaza y la pista de futbol que hay al lado. La chicha, una bebida a base de maíz fermentado, empieza a correr por las venas. Antes de comenzar a beber del vaso, vierten un poco del contenido al suelo como ofrenda a la Pachamama, la Madre Tierra. Hacia las 3 o las 4 de la tarde los bidones y garrafones empiezan a vaciarse y los movimientos son menos gráciles y las coreografías menos sincronizadas. Los cambios de sentido de giro comienzan a ser un poco caóticos pero acaban todos rotando al unísono. Hacia las 5 el nivel de alcoholemia hace brotar los primeros conatos de violencia. Los contendientes de diferentes grupos se dan empujones mientras sus compañeros más serenos intentan separarlos. Por lo menos hoy no ha pasado de ahí. Según cuentan los del lugar, la mayoría de las fiestas acaban con peleas que incluso llegan a causar la muerte a alguno de los participantes. Los habitantes de Maragua dicen que estos campesinos son unos brutos, que esta es su fiesta y hay que dejarlos que la celebren a su manera. Dicen que para los campesinos, si no ha pelea, no es una buena fiesta.
Nosotros teníamos pensado salir a mediodía pero como todo se ha “retrasado” respecto al horario que nos dijeron ayer, hemos decidido quedarnos otra noche aquí. Además Judit sigue con ese resfriado que la agota por la tarde y un día de reposo le vendrá bien. Son las diez de la noche y todavía se oye música en la plaza. Dicen que bailan durante toda la noche, pero dudamos mucho de que a estas horas ninguno de ellos pueda mantener el equilibrio. El espectáculo ha sido brutal, una saturación de los sentidos. Lo mejor de todo es que realmente esta es una fiesta para los participantes y poco se preocupan del público de Maragua y de los 4 turistas (dos gringos y nosotros) que lo están presenciando.
Desde antes de las 7 que se oye la misma tonada que estuvo sonando ayer durante todo el día. Pues resulta que sí, se han pasado toda la noche bailando y tocando. Asomamos la cabeza a la calle y efectivamente, algunos grupos están repitiendo la misma danza de ayer, aunque con menos brío y con un número menor de participantes. Supongo que algunos han caído en combate y todavía están durmiendo la borrachera.
Después de desayunar nos despedimos del padre Gustavo y salimos de Colquemaragua siguiendo el río. Lo que en nuestro mapa del IGM del 70 es una vereda, hoy en día es una pista por la que circulan todo tipo de vehículos, así que nuestras preocupaciones por encontrar el camino desde Colquemaragua a Potolo se han esfumado. El paisaje ha cambiado radicalmente del que recorrimos para llegar a Colque-Maragua. El valle no es tan profundo y el lecho del río es ancho aunque el caudal es bajo. Por el camino nos encontramos gente de regreso a sus pueblos, que no se han quedado a la fiesta de hoy. Otros se dirigen hacia Colquemaragua para estar presentes en el segundo día de las celebraciones campesinas. Hoy adelantamos a bastantes rebaños. Judit bautiza a unos de ellos el Arca de Noé, pues está integrado por burros, cerdos, cabras, ovejas y vacas, además de un hombre y una mujer.
Poco a poco la vegetación se hace más abundante en las orillas del río. Sobretodo destacan pequeños bosques de eucaliptos. Pedalear corriente abajo es siempre una garantía de avance rápido. Aunque en valles estrechos implica subir y bajar para esquivar salientes rocosos o negociar cañones, en media, es bajada. El valle se estrecha en dos ocasiones, una de ellas con paredes verticales imponentes. Sobre el km 30 llegamos a Tomoyo donde se juntan dos ríos. Tomamos el desvío a la derecha y seguimos corriente abajo. Entramos en un valle ancho con cultivos amplios a ambos lados de la pista, muy diferentes de los que hasta ahora habíamos visto colgados en las laderas inclinadas. La ganadería también parece una actividad importante en este valle por lo que sugiere el centro lechero que pasamos. Las comunidades que atravesamos siguen siendo diminutas. Yoroka, Sorojchi, Molle Molle no exceden un puñado de casas concentradas alrededor de la pista más otro puñado dispersas por los alrededores. Cerca de esta última comunidad la erosión ha dejado expuestas unas bandas de roca gris claro entre otras moradas que se extienden por kilómetros. Casi llegan hasta el collado que tenemos que superar para cruzar la frontera entre los departamentos de Potosí y Chuquisaca. Desde la cima una rápida bajada nos lleva a Potolo. Este era un posible destino para hoy, pero todavía es pronto y decidimos seguir adelante, sobretodo porque el pueblo parece medio desierto.
Ahora seguimos un río diferente, pero todavía corriente abajo. Sin embargo, al cabo de poco se encajona y hemos de remontar para evitar los paredones entre los que fluye. Se trata ya de la última subida significativa del día y la bajada al otro lado, con buenas vistas sobre el cañón, nos acerca rápidamente a Chaunaca. Cruzamos el puente del Río Ravelo y ya sólo nos queda una última rampa hasta el pueblo. La población de Chaunaca es de tan sólo unos 50 habitantes, pero encontramos alojamiento con derecho a ducha de agua caliente. Después de 7 días sin ducharnos (no por miedo al agua fría, sino porque no había ducha en ninguno de los sitios en que hemos dormido), resulta un placer y nos recuerda lo bien acostumbrados que estamos a ciertas comodidades que en otras partes son un lujo.
Los cereales que compramos ayer en una de las 2 tiendas de Chaunaca son un fiasco como desayuno. Ayer nos zampamos uno de los paquetes para saciar el hambre al llegar. Hasta ahí bien. El sabor a palomitas chocolateadas fue aceptable. Pero hoy, al sumergirlos en la leche han creado una masa grumosa que resbala en la cuchara y que ha sido difícil de ingerir. Quizás ha sido la reacción con los polvos de la leche. Al final, la mejor solución ha sido comérnoslos sin mojarlos. Lo peor es que compramos 3 paquetes…
Mientras limpiamos y engrasamos las bicis al sol, en el patio de la escuela la profesora hace formar y realizar algunos ejercicios físicos a los estudiantes con voces militares. Los alumnos tienen la vista fijada en nosotros y apenas prestan atención y la sargento tiene que reprenderlos varias veces. A la orden de “¡A discreción!” los alumnos contestan “!Viva Bolivia¡”, rompen filas y se ponen a barrer el patio con manojos de paja a modo de escoba.
Salimos de Chaunaca y bajamos directamente al río. No hay puente para cruzarlo y Judit, la lista de la pareja, desmonta las alforjas y lo atraviesa arrastrando la bici por las piedras enormes dispuestas para tal efecto. Yo, el macho, lo paso pedaleando y habiendo calculado mal la profundidad del cauce, me mojo los pies hasta el tobillo. Justo hoy que me había puesto calcetines limpios después de la ducha de ayer…
La cuesta para remontar al otro lado del río sólo sube 215 metros, pero en menos de 2.5 km y tenemos que para varias veces para recuperar el aliento. Judit, que poco a poco va recuperándose del catarro, hoy se siente mejor y supera el subidón sin más problemas que algunos ataques de tos. A continuación, se baja hasta un arroyo para volver a subir hasta el collado que da acceso a la planicie donde se encuentra Trigo-Maragua, o simplemente Maragua. Esta carretera es relativamente nueva y por supuesto no figura en nuestro mapa del 70. A pesar de que la pista sólo tiene un par de años, el terreno no está en demasiadas buenas condiciones. Piedras sueltas, arena, grava nos dificulta el avance además de la pendiente. Según la Lonely Planet, la vista del cráter de Maragua es una de las panorámicas más alucinantes de Bolivia. Pues hombre, está bien pero tampoco hay para tanto. La tierra del interior es morada y la los estratos de la Serranía de Maragua, al Sur, forma unos arcos encadenados muy curiosos. En el centro de la depresión hay un pequeño promontorio donde se encuentra ubicado el cementerio. En el pueblo preguntamos cómo llegar a las aguas termales de Talula. Según nuestro mapa, hay un sendero pero un par de locales no los recomiendan para bici. Nos aconsejan usar la nueva pista que lleva a Quila Quila y desde allí, desviarnos a Talula. Después de la experiencia durante los 2 primeros días de esta ruta, decidimos seguir sus consejos y nos encaminamos hacia Quila Quila. Para llegar hay que superar la Serranía y eso implica nuevos subidones por terreno pedregoso y arenoso. Hoy hace mucho más calor que ningún otro día y las gotas de sudor nos corren por la cara. Desde la cumbre ya vemos la iglesia de Quila Quila y nos lanzamos cuesta abajo.
El pueblo parece desierto. Probablemente todos están refugiados del calor en sus casas. No se oye nada, no se ve a nadie hasta que llegamos a la altura de la escuela. Allí el alboroto de los alumnos nos indica que hay vida humana en Quila Quila. Evidentemente no hay alojamientos, pero una señora que encontramos en la plaza nos ofrece un cuartito en su casa a cambio de unos bolivianos. En realidad es más un almacén de trastos polvoriento así que buscamos otra opción. En la escuela Rubén uno de los profesores nos ofrece su clase, lo cual es una estupenda solución. Apartamos una de las mesas y montamos la tienda. Aunque todavía es pronto y podríamos visitar las pinturas rupestres cercanas, estamos agotados, en parte probablemente por el calor. Nos quedamos en el fresco del aula zanganeando. A media tarde Rubén aparece de nuevo y nos invita a cenar en su casa. Aceptamos gustosamente y, después de dedicar algún tiempo a desempolvar y engrasar las cadenas de las bicis, nos acicalamos para la cena. Rubén y Mariana (también profesora en la escuela) nos han preparado un arroz con pollo y ají que está muy rico. Durante la cena hablamos sobre todo de Bolivia. Uno de los datos que nos llama más la atención es la existencia de 36 naciones en el país. Con razón Bolivia se declara Estado Plurinacional. Según Mariana, una de las naciones está constituida por tan sólo 8 personas, pero tienen lengua, cultura y tradiciones propias, así que tienen el estatus de nación. Otro aspecto curioso es la organización de torneos de múltiples disciplinas deportivas entre equipos del mismo ramo laboral. Igual que el campeonato de fútbol sala que vimos en Tinguipaya, Rubén y Mariana participan asiduamente en campeonatos de profesores a nivel regional y nacional. Tampoco sabíamos que Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Palacios Ponte y Blanco, más conocido como Simón Bolívar, participó activamente en la emancipación de un total de 6 países en Sudamérica: Ecuador, Colombia, Perú, Panamá, Bolivia y Venezuela, su propio país. Después de una larga charla, Rubén nos acompaña de vuelta a la escuela, pues los profesores que viven en ella cierran la puerta del recinto con llave por la noche. Sólo hay una farola en la calle principal, aunque mañana van a instalar 3 más. Son ya las 10, el frío es intenso y la calle vuelve a estar desierta en Quila Quila.
Uno de los motivos, además del cansancio, por los que ayer no completamos los 30 km restantes hasta Sucre es el par de cuestas que tenemos de camino. Fue una decisión acertada, pues el perfil de hoy sigue la tónica de la ruta. A mitad de la jornada tenemos un descenso hasta el río Pilcomayu de 400 metros que hay que remontar por la otra orilla. Están construyendo un puente, pero de momento tenemos que cruzar por unas piedras enormes. Después del fracaso de ayer y con el caudal que lleva, esta vez ni me planteo cruzar pedaleando. Desmontamos todas las alforjas y las pasamos en varios viajes. La pendiente de subido es casi del 10% y con terreno arenoso a tramos. Por esta pista suben y bajan camiones cargados con piedras y arena del lecho del río constantemente. Cada vez que nos cruzamos con uno tenemos que parar y utilizar alguna prenda como mascarilla anti polvo y anti humos. Aun así, a Judit se le irrita el cuello y acaba la subida entre ataques de tos.
Después de unos kilómetros volvemos a bajar ahora ya con Sucre a la vista. Entramos por un barrio periférico algo degradado, con basura por todas partes. Por la cantidad de niños uniformados que caminan hacia la ciudad, debe ser la hora de volver a la escuela.
Como no podía ser de otra manera, para llegar al centro de la ciudad hemos de subir. Por lo menos el tráfico es reducido y no supone un estrés. Finalmente nos acomodamos en un hotel a una manzana de la plaza central y nos damos una ducha infinita después de 9 días por la Cordillera de los Frailes. Queríamos ver la vida de los campesinos del altiplano y el recorrido nos ha dado una buena idea de la durísima vida que llevan. El clima severo, las constantes subidas y bajadas del terreno, la escasez de agua y el aislamiento hacen de esta región una zona poco hospitalaria. Sin embargo ellos siguen cultivando sus papas y trigo tal como lo hacían sus abuelos y seguramente los abuelos de sus abuelos. Ver su fiesta en Maragua ha sido un plus con el que no contábamos. A pesar de la vida dura y espartana que llevan, no les faltan ganas ni fuerzas para caminar unas horas para reencontrarse, danzar y beber chicha sin parar durante un par de días.