Álbum de fotos:
• Sucre y Potosí
Alojamiento y comida:
• Hostal Las Torres (Sucre)
• Restaurante La Taverne (Sucre)
• Café La Plata (Potosí)
Nuestros planes originales eran atravesar los Andes por el paso Jama, en la provincia de Jujuy, llegar hasta San Pedro de Atacama en Chile y, desde allí, cruzar a Bolivia por el paso hito Cajón. En el Sud Lípez, la esquina Suroeste de Bolivia, se encuentra la zona de las lagunas Verde, Blanca, Colorada y otros parajes naturales únicos, además del archifamoso Salar de Uyuni, un recorrido obligado de cualquier cicloturista que se precie (o eso dicen). Luego hubiéramos seguido hacia Potosí y Sucre. Sin embargo, la ola de frío polar nos ha hecho replantearnos el viaje. Tanto el paso Jama como el Hito Cajón están cerrados al tráfico por acumulación de nieve. En el paso Ollagüe, un poco más al Norte, en la frontera entre Chile y Bolivia, ha caído una nevada de metro y medio, la más fuerte en los últimos 10 años. Nosotros tampoco hemos venido a luchar contra los elementos, y después del frío que hemos pasado en el recorrido de Humahuaca a Calilegua, no parece sensato atreverse con las lagunas y el salar. De hecho, al cabo de un par de semanas vemos en un diario de Sucre una noticia sobre la nevada en el Nor y Sud Lípez titulado “Tremenda nevada”. Parece que nos hemos escapado de una buena: hasta 1 metro de nieve, 22 grados bajo cero, problemas de abastecimiento de alimento para el ganado y rescate de algún grupo de turistas…
Nuestro nuevo recorrido consiste en regresar a Salta y desde allí volar a Sucre (vía Santa Cruz de la Sierra). Desde Sucre sale un ferro-bus hacia Potosí, donde retomaremos las bicis.Del 12 al 14 de Julio y del 28 de Julio al 1 de Agosto de 2011: Sucre
15 de Julio de 2011: De Sucre a Potosí en ferrobús
Del 16 al 19 de Julio de 2011: Potosí
Sucre, la ciudad blanca, es una ciudad de paredes encaladas, puertas de madera de doble hoja, robustas y desgastadas por el paso del tiempo, trabajos en hierro forjado en los balcones, ventanas y patios claustrales. De estilo colonial, con iglesias y monasterios del siglo XVI, algunas calles empedradas y plazas con jardines donde las plantas y las flores dibujan formas geométricas netamente definidas. Sucre es una ciudad luminosa, tranquila y acogedora.
Los colores de los tejidos andinos salpican las calles. Mujeres y hombres vestidos a la manera tradicional quechua, con las faldas de colores y hatillos echados a la espalda, cargados de productos para vender o con niños de piel oscura, cara redonda y ojos grandes con mirada inquisitiva. Mujeres y hombres vestidos al estilo occidental, con trajes y chaquetas impecables, sin arrugas y con la raya del planchado marcada en el pantalón, bien peinados y perfumados, con paso acelerado y maletín de ordenador portátil. Menonitas de piel clarita e indumentaria tradicional, con sus pantalones de peto y sombrero de vaquero y pañuelo cubriendo los cabellos. Todos, indígenas, descendientes de europeos y menonitas se mezclan en las aceras de forma armoniosa y tranquila. Los que más desentonamos somos los turistas…
El ritmo de Sucre es más propio de un pueblo grande que de una ciudad. No hay aglomeraciones, la gente es respetuosa y las pocas colas que se ven son calmadas. Para los estándares europeos, todo es muy barato. Aquí en la ciudad no se ve pobreza, excepto unos pocos mendigos. En las zonas rurales, donde viven la mayoría de las etnias quechua, aymara, guaraní, etc. la pobreza es mucho más frecuente. De hecho, en Bolivia, el índice de pobreza está alrededor del 70%.
Los mercados son como los nuestros, pero con menos condiciones de higiene. La carne está sobre los mostradores de mármol o colgada de una barra. Las vendedoras de frutas y verduras están sentadas en el suelo y ofrecen sus productos sobre la tela de su hatillo. El mercado central está muy bien organizado. Cada tipo de producto tiene un área designada: pan, huevos, carne, pollo, fruta, plátanos (sí, los plátanos tiene su propio espacio)… Una diferencia es que aquí, dentro del mercado hay comedores, paradas donde preparan sopas o carne en salsa en unas cazuelas y sartenes enormes. Los platos se sirven a golpe de cucharón y compartes mesa con desconocidos.
Pasear por Sucre es un encanto: la plaza, el parque Bolívar, la Recoleta… En cada rincón hay detalles que te llaman la atención: balcones de madera, los letreros de los negocios, frisos y decoraciones coloniales... Uno se podría pasar días y días visitando los edificios religiosos y museos de la ciudad. Nosotros visitamos sólo unos pocos. La catedral y su museo son visita obligatoria. La parte trasera del altar tiene un juego de sillería en madera labrada y un atril muy interesantes. En el museo se exponen coronas, relicarios y otros elementos religiosos en plata, oro y piedras preciosas. También visitamos la Iglesia de la Merced, donde subimos al campanario para disfrutar de una vista de 360 grados de la ciudad. Desde lo alto se ve la catedral, el cabildo y un sinfín de otras iglesias. Muchas de las casas tienen patios interiores con paredes de piedra o pintados de vivos colores. Normalmente en el centro tienen una fuente o un pozo y los laterales están adornados con plantas y flores. Son perfectos para tomarse un café o un pastelillo aislados del bullicio de las calles. El museo de etnografía e historia es muy interesante. Incluye una colección de máscaras de varias regiones del país, desde las súper-recargadas y extravagantes del carnaval de Oruro, a las más sencillas, simples troncos tallados, de las zonas amazónicas.
Después de 6 horas de temblores por vías que tienen poco de rectas y sin ir al baño, llegamos a Potosí con un buen masaje gratis de huesos. Bueno, Judit ha tenido que bajar corriendo a vaciar la vejiga sin demasiado parapeto. Cerca de ella, una local sólo ha tenido que agacharse, airear un poco su falda y poner cara de que no pasa nada. Las bicis, todavía dentro de las cajas en las que volaron desde Argentina, han viajado en la “parrilla” del techo del ferrobús, debajo de otras cajas y paquetes de los otros viajeros. Evidentemente, somos los únicos turistas del transporte. El resto de pasajeros son campesinos que van a la ciudad o que vuelven a su pueblo. La mayoría son mujeres de piel arrugadísima i oscura, abrasada por el sol. Todas van con el hatillo multicolor y normalmente acompañadas por uno o dos hijos. La mayor parte de las conversaciones son en quechua, la lengua que ha perdurado desde el imperio Inca. Desgraciadamente no entendemos ni una palabra. En alguna de las “estaciones” del recorrido hay más pasajeros que espacio en el ferrobús y algunos han de quedarse en tierra. Lo cierto es que esto hace sentirnos un poco culpables, porque este transporte es una especie de servicio social para los habitantes de los pueblitos por los que pasa, donde es difícil o imposible llegar con coche. El pasillo ya va a tope. En cada parada, el ayudante del conductor increpa a los pasajeros a que se aprieten hacia el fondo para hacer lugar a más gente. Una de las abuelas que sube incluso trae su propio mini taburete para sentarse cómodamente en el pasillo. Una vez instalada, el taburete queda invisible entre sus múltiples faldas.
El ruido de las ruedas metálicas chirriando contra las vías no encaja con la imagen del conductor agarrado al volante y cambiando las marchas del ferrobús. Más de un cerdo, gallina, burro, vaca y cabra han estado a punto de sufrir un ataque de corazón al oir el bocinazo para espantarlos de las vías. El cruce de algunos de los puentes ha sido un ejercicio de fe… Al llegar a la estación de Potosí, a 4000 metros de altura, un policía nos ayuda a conseguir un taxi. Apunta el nombre del chófer y la matrícula para que nos tengamos problemas.
Ciudad eminentemente minera, con el Cerro Rico dominando el horizonte. Parece increíble que, después de más de 400 años de explotación, todavía haya extracciones lucrativas en el cerro. Pero sí, aún queda algo de plata, aunque más zinc y plomo; además del aprovechamiento turístico de las minas con visitas guiadas a su interior. Parece ser que los mineros no cobran por las visitas, que sí que pagan los turistas, pero esperan algún tipo de regalo, como dinamita, detonadores o coca. Nosotros no visitamos ninguna mina. Nos conformamos con ver un documental sobre los niños mineros, "El Minero del Diablo", en el hostal donde estamos hospedados. La idea de entrar en una de las múltiples minas que agujerean el cerro (que ya ha cambiado su morfología debido a algún derrumbamiento), y observar las duras condiciones de mineros con edades escolares...no era algo que nos atraía. El documental fue muy ilustrativo y triste a la vez... La pobreza en la que viven muchas familias campesinas les lleva a desplazarse a la ciudad y probar suerte en la minería. El trabajo de minero es un gran honor y los conocimientos y costumbres se trasmiten de padres a hijos con gran orgullo. El alcohol y la coca forman parte del ritual, no sólo como elementos de consumo, sino como ofrenda a su Dios protector de las tinieblas y de los accidentes en la mina, y al que le piden suerte para extraer material precioso. A ese Dios le llaman Tío, y lo representan físicamente con un monigote de aspecto demoníaco que se encuentra a la entrada de cada una de las bocas de una mina.
En unos de los almacenes nos encontramos con Abel, su propietario, un español afincado aquí. También es dueño de un ingenio, tal como llaman aquí a las plantas procesadoras de mineral. Muy amablemente Abel no permite visitarlo y a la mañana siguiente uno de sus ingenieros nos da un tour por los diferentes procesos de refinamiento para convertir la roca que los mineros extraen en mineral de una pureza entre el 50 y 75 %. Aquí, las condiciones de trabajo son totalmente diferentes a las de la mina. Los trabajadores llevan máscaras y gafas protectoras, así como casco y vestimenta adecuada. Parece que también dan importancia al cuidado del medio ambiente y tanto el vertido de residuos como el reciclaje de agua están integrados en los procesos de depuración del mineral. Nos llevamos una muestra de mineral de plomo, una piedrita de caras lisas y brillantes que pesa más de lo que uno diría.
A parte de su minería, la ciudad también es rica en número de iglesias. Las hay por doquier y algunas datan del siglo XVII. No sólo la arquitectura vale la pena, sino las obras pictóricas conservadas de la época. En particular, destacan los cuadros de la escuela potosina del pintor Melchor Pérez de Holguín. Lo más destacable es la mezcla de elementos cristianos con otros indígenas, así como la particular visión introducida por pintores locales de elementos coloniales en escenas bíblicas. Por ejemplo, nos llamó la atención un cuadro en el que los verdugos de Jesucristo no llevaban atavíos romanos, sino uniformes y trajes de conquistadores. Como éste, se pueden apreciar múltiples detalles, tanto en la extensa colección de pinturas del Convento de San Francisco como en La Casa Nacional de la Moneda.
Recomendable también es la visita al Convento de Santa Teresa, donde las hijas de familias adineradas de todo el país pugnaban por ser aceptadas como monjas carmelitas (a base de valiosas dotes que entregaban al monasterio y que actualmente forman parte de la colección que se visita) a la temprana edad de 15 años, y donde permanecerían de por vida sin poder volver a ver (ni ser vistas) a su familia. Actualmente hay una decena de monjas de clausura, pero las condiciones se han relajado y pueden incluso salir a la calle. Interesante visita guiada, aunque a paso demasiado rápido para apreciar el valor de las obras de arte donadas.
Fuera de las iglesias, museos y monasterios, la ciudad se mueve a ritmo frenético, tanto de peatones como taxis y buses, especialmente en los aledaños del mercado. Nos vemos obligados a formar parte de ese ritmo en nuestro abastecimiento de productos para emprender la ruta en bicicleta de los próximos días.