Álbum de fotos:
• Salar de Uyuni y Ruta de las Lagunas
Documentos disponibles:
• Roadbook del Salar de Uyuni y ruta de las lagunas
• Ruta GPS y waypoints
¡Muchas gracias!
Alojamiento y comida:
• Hotel Toñito (Uyuni)
• Hostal Edén Atacameño (San Pedro)
Taller de bicis:
• Bruna Bicicletas (San Pedro)
Documentos disponibles:
• Roadbook del Salar de Uyuni y ruta de las lagunas
• Ruta GPS y waypoints
Última etapa de nuestro recorrido. La más exigente sin duda, tanto física como mentalmente, pero a la vez una de las más hermosas. Las dificultades principales son el frío (temperaturas bajo cero durante varias noches), la altura (entre 3600 y 5000 metros), la escasez de puntos de aprovisionamiento, el viento y sobretodo las condiciones pésimas de los caminos. Ante tal descripción os preguntaréis ¿qué tiene el Sud Lípez para que semejante calvario valga la pena? Pues no es una pregunta fácil de responder de manera convincente. Es cierto que se ven paisajes y escenas inverosímiles, como flamencos a 4000 metros, lagunas coloradas, verdes, blancas, grises, volcanes multicolores humeantes, baños termales, fumarolas y salares infinitos, pero hay que pagar un elevado precio para verlos. Sin duda, el deseo de cruzar esta zona tiene una componente bastante fuerte de reto deportivo, otra de ganas de explorar lo poco explorado y una pizca de masoquismo. El resultado es un cóctel seco, con alto contenido en alcohol e incluso un poco amargo en algunos tragos. Una ruta como ésta sólo es recomendable para ciclistas con experiencia en trayectos largos, muy buena condición física y una gran capacidad de superación.
8 de Octubre de 2011: De Uyuni al Hotel de Sal (Perfil)
9 de Octubre de 2011: Del Hotel de Sal a la Isla Inkawasi (Perfil)
10 de Octubre de 2011: De la Isla Inkawasi a la Gruta de las Galaxias (Perfil)
11 de Octubre de 2011: De la Gruta de las Galaxias a San Pedro de Quémez (Perfil)
12 de Octubre de 2011: De San Pedro de Quémez al final del Salar de Chiguana (Perfil)
13 de Octubre de 2011: Del Salar de Chiguana a la Laguna Hedionda (Perfil)
14 de Octubre de 2011: De la Laguna Hedionda al Hotel del Desierto (Perfil)
15 de Octubre de 2011: Del Hotel del Desierto a la Laguna Colorada (Perfil)
16 de Octubre de 2011: De la Laguna Colorada a los géiseres Sol de Mañana (Perfil)
17 de Octubre de 2011: De los géiseres Sol de Mañana al Desierto de Dalí (Perfil)
18 de Octubre de 2011: Del Desierto de Dalí a San Pedro de Atacama (Perfil)
El día no podía empezar mejor. El pantagruélico desayuno del Hotel Toñito nos llena de energía para la primera etapa de nuestra última ruta. Con las panzas llenas, nos volvemos a la habitación para terminar los últimos preparativos. Ponerse el coulot de nuevo nos produce una sensación agradable. Han pasado unos 10 días desde la última vez que pedaleamos y saber que hoy rodaremos por el salar de Uyuni hace que un escalofrío nos recorra la espalda. Es una mezcla de emoción y miedo. Por un lado, las fotos del salar y de las lagunas de la Reserva Eduardo Avaroa son increíbles. Pero por otro, la suma de la altitud (entre 3600 y 5000 metros), el terreno arenoso, el viento, el frio, los desniveles y la ausencia de poblaciones, hace que esta ruta sea muy dura. O eso dicen los ciclistas que ya la han hecho. Nos hemos preparado tanto como hemos podido para recorrerla. Tenemos puntos GPS de referencia, perfiles y hemos partido los más de 500 km en 13 jornadas de duración acorde con su dureza. Hoy es el gran día. Vamos a ver cuánto de todo eso es cierto.
Con las bicis cargadas hasta los topes, incluyendo comida para 3 días y 18 litros de agua, nos despedimos de Chris y Susi, los propietarios del hotel. Son súper-agradables y atentos. Ayer repasamos la ruta con Chris, haciendo algunas modificaciones como resultado de sus consejos. Luego estuvimos charlando de un montón de temas hasta que vino Susi a echarlo para que nos dejara ir a dormir. Pero lo que pasó es que nos pusimos a hablar con ella y estuvimos más de una hora. Hoy nos despedimos cariñosamente de ellos. Como recuerdo les regalamos los espejitos de nuestras bicis. Chris sube y baja corriendo del piso de arriba y aparece con un paquete de ¡100 gramos de jamón serrano! No sabéis cuántos meses hace que no probamos el jamón. Para acabar con una despedida que no termina nunca, nos hacemos una foto en la puerta de su hotel. Ahora sí, nos lanzamos hacia el Salar.
El recorrido hasta Colchani, a orillas del Salar, no tiene demasiado interés. A mano izquierda, ya hace kilómetros que vemos la sal. La evaporación del agua provoca espejismos y difumina las cimas en el horizonte. Los edificios sobre las salinas parecen flotar sobre agua. El volcán Tunupa, en la orilla Norte del Salar, se ve a lo lejos sirviéndonos de punto de referencia durante todo el día. En Colchani están de fiesta, como en todos los pueblos de Bolivia por los que hemos pasado. Hacemos un intento de parar para ver de qué se trata, pero el nivel de alcoholemia de alguno de los paisanos es demasiado alto y pasamos de largo. Desde una de las intersecciones vemos una concentración de 4x4 en una calle lateral. Pensando que quizás hay algo de interés turístico, no acercamos. Pasamos entre escombros con la mala suerte que el desviador de los piñones de Judit choca contra una piedra y se dobla hacia los radios. Aunque se da cuenta rápidamente y frena en seco, el desviador ya está medio retorcido entre los radios. El mundo se nos viene abajo. Habíamos preparado esta ruta con tanta ilusión… Era el final perfecto para nuestro viaje y ahora parece que se nos ha arruinado. Descargamos la bici y analizamos el nivel de desastre. Por suerte nada se ha roto, sólo hay un par de piezas dobladas. Con unos alicates prestados las enderezamos lo mejor que podemos y volvemos a montar la rueda. El conjunto tiene juego, pero parece que funciona, por lo menos con los piñones grandes. Parte del problema es que el cable del cambio debe estar deshilachándose, pues ya hace días que no funciona correctamente. Satisfechos con la reparación temporal, salimos de Colchani en busca del mar de sal.
Poco a poco la pista de tierra se convierte en pista de sal. Esta zona se mantiene con un cierto nivel de agua durante todo el año y hay varias salinas. En las zonas húmedas, las ruedas se hunden. Parece como si pedaleáramos sobre nieve. En las zonas secas la sensación de oír cómo los granos gruesos de sal crujen bajo las ruedas, es algo que nunca habíamos experimentado. Nos acercamos a una de las salinas donde un trabajador palea la sal bajo el agua formando pirámides para su secado. Va cubierto de la cabeza a los pies, incluso la cara. La suma del sol del altiplano, más el reflejo de la blanquísima sal quema la piel. Con él confirmamos nuestra dirección y continuamos adelante. Vamos siguiendo una de las múltiples pistas que los 4x4 de las agencias turísticas dejan marcadas sobre la sal. El problema es decidir cuál de las incontables roderas seguir. Nos decidimos por la más evidente hasta que tomamos una menos marcada que se desvía hacia la derecha. Según los waypoints que hemos cargado en el GPS, podría dirigirse hasta los Ojos del Salar. Después de unos centenares de metros llegamos a los Ojos. Se trata de una serie de charcos burbujeantes. El porqué de estos afloramientos de agua y de dónde vienen los gases que emanan es un misterio para nosotros. Tomamos otra de las roderas hacia nuestro siguiente punto, el Hotel de Sal. La verdad es que esta zona es un laberinto de caminos, lo cual hace que no sea evidente orientarse.
A lo lejos ya podemos ver lo que parece una construcción que podría ser el Hotel de Sal, destino de la jornada de hoy. Parece que esté mucho más cerca de lo que indica el GPS, pero no puede ser otra cosa. La edificación está hecha enteramente de sal, excepto el techo. Los bloques de sal que forman las paredes parecen unidos por más sal, probablemente humedecida en el momento de la construcción. Dentro del antiguo hotel hay un pequeño museo con figuras de sal, aunque no muy impresionantes. Sin embargo, pisar sobre sal, sentarse sobre las sillas de sal y apoyarse sobre las mesas de sal es algo que no se puede hacer en muchos lugares. Nuestra siguiente preocupación es cambiar el cable del cambio de Judit e intentar corregir un poco más el desviador. Después de pelearnos una hora, conseguimos un resultado satisfactorio. Lo damos por bueno, esperando que aguante el resto del recorrido.
El sol empieza a bajar así que montamos la tienda a resguardo del viento. Aunque éste ha parado completamente, como no podemos clavar las piquetas en la durísima capa de sal, preferimos ponernos a cubierto por si se levanta por la noche. La temperatura empieza a caer mientras las nubes en el horizonte comienzan a cambiar de color. Girando en redondo se pueden ver todos los tonos de cualquier atardecer que hayas podido ver en tu vida. Al este, sobre las cimas todavía iluminadas por los últimos rayos, las nubes son malva. Al Norte y al Sur se tornan rosáceas y a medida que apuntamos hacia el Oeste, los tonos anaranjados y rojos dominan el horizonte. La luna, casi llena, nos vigila alta en el firmamento mientras nos retiramos a nuestra tienda.
Unos de los motivos para llegar al Hotel de Sal (convertido hoy en día en museo), es evitar el peligro de acampar en medio de la nada. Según nos han advertido, por la noche es frecuente que los chutos (ladrones de coches) pasen a toda velocidad desde la frontera chilena, hacia Bolivia. En una ocasión reciente, pasaron por encima de las bicis de unas ciclistas acampadas, justo al lado de la tienda.
El día comienza con una extraña sensación. Al sacar la cabeza fuera de la tienda cuando empieza a clarear, todo es blanco. La idea de estar acampando sobre la nieve es lo primero que se nos viene a la mente. Pero no, sigue siendo la sal de ayer.
Nuestro trayecto de hoy es simplemente una línea recta de unos 60 km hasta la isla Inkawasi, un promontorio rocoso en medio del lago de sal. Del hotel de sal salen un par de roderas en direcciones diferentes. Según un guía, las dos llevan a la isla y tomamos la que se aproxima más a la ruta que hemos marcado en el GPS. Comenzamos con un cielo medio cubierto de nubes y la sal no tiene el color blanco destellante que esperábamos. Además, vamos siguiendo las marcas negruzcas de los jeeps, lo cual le resta encanto al recorrido. No es que no podamos separarnos y buscar nuestra propia traza, la verdad es que de momento, el salar nos intimida demasiado como para abandonar la seguridad de las huellas. El temor aumenta cuando llegamos a una zona donde se concentran gran cantidad de agujeros en la sal dejando al descubierto agua. Parece como si estuviéramos sobre una corteza de sal de unos 10 cm de grosor y todo bajo ella fuera agua. Mirando por los orificios, no se ve el fondo, como mucho las paredes y, en algunos, un bloque de sal que quizás se haya desprendido de la corteza. Los más grandes son del tamaño de una rueda de bici. ¿Por qué se me habrá ocurrido esta comparativa?
Seguimos la traza de los jeep religiosamente, separándonos ligeramente sólo para esquivar los agujeros. Da la impresión de que en cualquier momento una foca vaya a salir de uno de ellos de un salto. Hacia las 11 comienzan a pasar los 4x4 de los turistas que van a la isla. Lejos de seguir todos la misma ruta, cada uno va por donde quiere, cubriendo una banda de por lo menos un par de kilómetros. Nos avanzan por ambos lados, pero siempre a distancia prudencial. Sólo faltaría que aquí nos pasaran rozando como en algunas carreteras. Muchos de los ocupantes bajan las ventanas para darnos ánimos o sacarnos fotos. Si ellos supieran que esta es una de las etapas más fáciles... Sin subidas ni bajadas, sin viento, buena temperatura… Supongo que ellos también sienten ese respeto por el mar de sal.
Con el transcurso de los km le vamos tomando confianza y nos aventuramos a alejarnos de la marcas. La sensación es mucho más agradable, a pesar de que los coches siguen pasando con frecuencia. Llegamos a una zona donde la sal forma unas estructuras poligonales muy curiosas. La mayoría son hexágonos, pero también hay pentágonos y cuadriláteros. Los bordes de las figuras están marcados por crestas de sal de un par de centímetros de altura que crujen bajo nuestras ruedas.
En el horizonte ya se ve la isla Inkawasi. Más al fondo otras islas y al final de todo unos picos nevados que probablemente marquen la frontera con Chile. En los primeros instantes de ver un objeto en el horizonte, parece flotar en el aire, a cierta distancia de la sal. Los vehículos que se nos acercan parece que sobrevuelen el lago a baja altura. Un efecto de difracción los hace parecer mucho más altos de lo que en realidad son. Poco a poco nos vamos acostumbrando a estos engaños visuales, pero el cálculo de las distancias sigue siendo imposible. La falta de referencias hace que nos tengamos que fiar del GPS para saber cuánto nos queda, a pesar de que hace horas que vemos nuestro destino. Los últimos kilómetros se hacen más duros. Por un lado el viento del Oeste, dirección en la que vamos, ha empezado a soplar. Por otro, las placas de sal en este área están más separadas y las uniones hundidas. El efecto sobre nuestros traseros es parecido a pedalear por adoquines gigantescos.
Finalmente llegamos a la altura de la isla, la rodeamos para descubrir el puerto donde los jeeps amarran, en la playa más accesible. Allí hay una oficina para el cobro del acceso a la isla, baños y hasta un refugio que usamos para pasar la noche. En la playa hay por lo menos 15 vehículos y una multitud de turistas haciéndose fotos. Nosotros sólo queremos instalarnos y tomarnos un respiro antes de comer algo en el restaurante. Lukas, un ciclista suizo, ha llegado antes que nosotros. Nos ha visto llegar desde su campamento y se ha acercado para charlar. Mientras devoramos unas hamburguesas de llama y una cerveza, nos contamos los respectivos planes. El viene de la costa Norte del salar y mañana sigue hacia el Sur como nosotros. Sin embargo, parece que lleva un ritmo más rápido que el nuestro y no hay ni siquiera un intento de salir juntos. Seguramente nosotros también llevábamos un ritmo más fuerte hace 20 años…
Las nubes todavía siguen cubriendo el cielo, el viento ha aumentado su fuerza considerablemente y el frío ya se ha apoderado del lugar. Desde las cristaleras del refugio vemos una puesta de sol muy poco espectacular antes de acostarnos.
La luz que entra por los ventanales nos despierta. Nos apresuramos a ponernos varias capas de ropa para ascender a la cima de la isla y poder ver el amanecer desde lo alto. Llegamos un poco tarde, pero igualmente, el espectáculo es precioso. La sombra triangular de la isla se proyecta en la estepa blanca sobre la que se asienta. En el cielo sólo hay unas cuantas nubes blancas, para romper la monotonía del azul. La vista, con el sol todavía bajo, parece un cuadro pintado en blanco y azul. Sólo la cima de volcán Tunupa rompe la bicromía con sus tonos morados. El paisaje nos recuerda las islas que en otros viajes hemos visitado en kayak en el Mar de Cortés (Baja California, Méjico) pero aquí, un mar de sal sustituye al líquido. La isla Inkawasi está habitada por los mismos cactus gigantes que los que viven en las del Cortés, que relegan a un tercer plano a cualquier otra especie vegetal. Ahora, además, éstos están en flor.
Después de hablar con un par de guías, decidimos tomar una trayectoria que nos llevará casi directamente a la Gruta de las Galaxias. Ya teníamos en mente esta ruta, pero en Uyuni nos la desaconsejaron porque la orilla del salar en esa zona tarda más en secarse que la ruta de salida normal hacia Chuvica. Sin embargo, los guías nos aseguran que ya está seca y nos indican qué rumbo tomar. Así, nos encaminamos en línea recta hacia otra isla, fuera de cualquier huella de vehículo. El cielo sigue despejado y hoy sí disfrutamos de la pureza de la sal inmaculada, toda para nosotros solos. El terreno es algo accidentado entre placas de sal y protuberancias que hay que esquivar, pero lo disfrutamos más que ayer. Hacia el Este, sólo se ve sal y cielo, y no sabemos muy bien dónde acaba uno y dónde empieza el otro. En nuestro avance, algunos cristales de sal brillan como balizas luminosas, indicándonos el camino que debemos seguir. O quizás confundiéndonos para llevarnos hacia algún agujero gigante y engullirnos…
Poco a poco, la isla a la que apuntamos se agranda y deja de flotar. Empezamos a ver los extremos más definidos y los 3 islotes que el guía nos comentó. Al llegar a su altura, pasamos entre los islotes y la isla principal y doblamos un poco a la izquierda. El paso entre islotes e isla se pone interesante cuando la sal empieza a notarse húmeda y las ruedas empiezan a hundirse ligeramente. Seguimos avanzando queriendo ignorarlo, hasta que el estado de la sal se convierte en algo parecido a un granizado licuándose. La zona está salpicada de manchas amarillas y huele a azufre. Una vez más, el salar nos atemoriza y pasamos está zona lo más rápidamente que podemos. Al otro lado de los islotes, el terreno vuelve a ser compacto y además muy suave, sin placas ni protuberancias. Aquí nos lanzamos a toda velocidad hacia la costa, que ya se vislumbra a lo lejos.
Al llegar a la orilla, de nuevo la sal está húmeda. En este área forma unas placas con junturas más marcadas e incluso superpuestas. Después de un par de km complicados llegamos a tierra. Hemos cruzado el Salar sin percances y un sentimiento de alivio y de éxito a la vez nos baja por la espina dorsal.
La pista que nos llevará a la Gruta de la Galaxias tiene tramos arenosos pero podemos pedalear en casi toda su totalidad. Para cuando llegamos al desvío de Aguaquiza, el viento del Oeste ya sopla con intensidad. Los últimos 4 km hasta la gruta se hacen interminables. Finalmente llegamos y Nemesio, uno de los 2 descubridores de la gruta, nos da la bienvenida. Después de darnos una introducción nos invita a pasar a la cavidad. Las formaciones rocosas son totalmente desconocidas para nosotros. Se puede admirar una mezcla de banderas delgadísimas perforadas y conglomerados que se asemejan a hojas vegetales petrificadas. Algunas de las láminas son tan finas que la luz de las bombillas que iluminan la gruta las atraviesa como si se tratara de alabastro. Junto a la Gruta de las Galaxias se encuentra la del Diablo, donde se concentran un gran número de chulpas, cavidades donde algunas de las culturas pre-incaicas del altiplano andino sepultaban a sus muertos. En lo alto del promontorio también se pueden observar cactus petrificados.
La decisión de tomar esta ruta ha sido realmente acertada. Además de evitar la trayectoria habitual de los tours, hemos podido admirar la belleza y originalidad de las formaciones de la gruta y adentrarnos en una cueva repleta de chulpas. El viento ha seguido incrementando su rabia y decidimos acampar tras la loma que alberga el cementerio milenario de la cultura que habitó en esta región del Sur Lípez. Antes de resguardarnos en la tienda, limpiamos las bicis de los numerosos pegotes de sal adheridos hasta en los rincones más recónditos del cuadro y sobretodo de la trasmisión.
La luna llena se quiere esconder tras unos jirones de nubes, pero su intensidad es tan fuerte que podemos caminar tranquilamente sin necesidad de frontales. El viento sacude la tienda de vez en cuando, pero estamos ya en tierra firme y podemos dormir tranquilos.
Para aprovechar la ausencia de viento, antes de las 7:30 ya estamos pedaleando. A los pocos kilómetros tomamos una pista que atraviesa un nuevo salar y que acorta la distancia (comparado con la pista que lo rodea) hasta San Pedro de Quémez. Esta pista sólo es transitable en bici fuera de la época de lluvias y cuando el salar ya se ha secado. Este tramo está en muy buenas condiciones, sobre todo en su segunda mitad, donde el terreno es barro endurecido muy suave. Aquí alcanzamos los 23 km/h, ayudados por un suave viento de cola. Al salir de este salar, los 3 km que nos quedan para llegar a San Pedro tienen algo de arena y calamina.
Al llegar a San Pedro, el pueblo está desierto. Las puertas de todas las casas están cerradas y no se ve a nadie por la calle. Nos acercamos a la municipalidad para pedir información y nos recibe Omar, el alcalde, que está reunido con dos personas más. Rápidamente dejan su reunión y nos ofrecen todo tipo de ayuda. Incluso llaman a Hugo, el profesor de historia, para que nos guie por el museo que abrirán al público en breve. En el museo tienen una reducida exposición de las más de 3000 piezas arqueológicas que han encontrado en los alrededores de San Pedro. La joya de la colección es “La niña de Quémez”, una niña de 4 años de la cultura pre-inca Tiwanacota, sacrificada cuando ese pueblo se asienta en San Pedro. La momia está en muy buen estado y todavía conserva restos de piel. A continuación nos acercamos al Pueblo Quemado. Se trata de la antigua población de San Pedro. En la época de la guerra entre Chile y Bolivia, se llamaba San Pedro de Buenavista. Los chilenos se apoderaron del pueblo en una incursión, pero el ejército boliviano llegó desde Colcha K y los expulsó. En su retirada, los chilenos quemaron el pueblo. Los sobrevivientes se trasladaron a otra localidad y no fue hasta el año 1930 que decidieron volver al emplazamiento original. El pueblo fue rebautizado como San Pedro de Quémez.
San Pedro cuenta con un par de tiendas para aprovisionarse de agua y provisiones para los próximos días de ruta. A parte del Hotel Tayka, también se ofrece alojamiento y comida en un par de casas. Ninguno de estos servicios tiene letrero en la puerta y sólo se encuentran preguntando a los habitantes. Las tiendas tienen un surtido reducido de alimentos y en limitada cantidad, pero es la última población para aprovisionarse durante la próxima semana. La municipalidad cuenta con internet satelital, pero hay que contactar con el alcalde para conseguir acceso a la sala.
Después de las visitas al museo y al Pueblo Quemado, el viento de Oeste ya está soplando y decidimos quedarnos en San Pedro hasta mañana. Parece que el patrón es viento suave del Norte por la mañana y del Oeste a partir del mediodía, incrementándose de intensidad a medida que avanza la tarde. Hacia las 5 de la tarde la fuerza del viento es considerable y nos alegramos de no estar de camino. Las montañas al otro lado del salar han desaparecido totalmente detrás de una tormenta de arena.
Según nos han explicado en la alcaldía, hay dos caminos para llegar a Chiguana: la pista principal o “por el terraplén” y otra pista que va por el salar. La primera es más corta, pero según nos cuentan tiene zonas arenosas y con calamina. Después de la buena experiencia de hoy, mañana usaremos la que atraviesa el salar.
A unos kilómetros de pueblo, tal como nos aconsejaron en la municipalidad, abandonamos la carretera calaminosa y nos bajamos al salar. Aunque el terreno mejora considerablemente, está lejos de ser la fantástica pista que nos llevó ayer hasta San Pedro. Esta desviación, sin embargo, regresa a la carretera principal al cabo de unos 6 o 7 km. La calamina nos recibe con alegría para seguir machacándonos los traseros. Esta carretera sigue hasta la población de San Juan, pero nosotros nos desviamos hacia la derecha en dirección al salar de Chiguana. Antes de llegar a este nuevo salar en formación, pasamos por el Ejército de Roca. Se trata de un campo bastante extenso de rocas verticales pero con multitud de recovecos que parecen plantadas en el suelo. La imaginación de algún tour operador las ha bautizado con un nombre que provoca la curiosidad del turista.
Antes de llegar al salar ya notamos el viento. Está empezando a girar desde el Norte hacia el Oeste. Atravesamos el salar de Chiguana y llegamos al retén militar del mismo nombre. En el pedimos refugio del viento a los 6 soldados que lo componen y charlamos con ellos un rato. Después de comer, reanudamos el viaje por la zona Sur del salar. El viento se intensifica y gira definitivamente viniendo del Oeste. El camino sale del salar y lo bordea por zonas cada vez más arenosas. Llegados al extremo Sur del salar buscamos un lugar para acampar. Lo mejor que encontramos es un rincón en un cañadón mal orientado pero que concentra algunos arbustos de suficiente altura para que nos sirvan de parapeto.
El arrastre de bici de regreso al camino nos sirve de calentamiento para la subida arenosa hasta la carretera internacional que va de Bolivia a Chile. Allí el terreno cambia drásticamente. Esta carretera es ancha y está compactada. Además la pendiente es suave y podemos avanzar con relativa rapidez. A nuestra derecha tenemos la falda del volcán Ollagüe, limítrofe con Chile. En su cima se ven manchas de colores debido a los diferentes minerales que expulsó en su última erupción. Todavía está activo y desde el mirador (unos km más adelante) se puede ver cómo humea por una de las faldas.
Seguimos la carretera internacional durante unos 23 km, donde la abandonamos para empezar a subir el principal puerto de montaña del día. El desvío, además de figurar en el mapa del GPS, lo reconocemos por el tráfico de jeeps que lo toman. La subida al collado de 4300 metros es corta pero intensa. El terreno es malo e incluso los 4x4 suben lentamente. Al otro lado, se baja un poco, pero nos quedaremos por encima de los 4100 durante el resto del día. Aquí el terreno es aún peor. Entre los profundos surcos de los jeeps, la arena y sobretodo las piedras, lo hacen bastante dificultoso para pedalear. Menos mal que en general es de bajada y que el viento nos viene de espalda.
Hacia el km 39 llegamos a la primera de las lagunas, la Laguna Cañapa. En estos momentos el viento ya es muy fuerte. Nos resguardamos unos minutos en la tapia que señala su nombre. Cuando reemprendemos el camino y nos acercamos a la orilla nos damos cuenta que hay dos flamencos alimentándose de los microorganismos que filtran con su pico adaptado a tal efecto. La siguiente loma a superar implica escoger por cuál de los infinitos caminos trazados por los todoterrenos queremos pedalear. Todos tienen las roderas hundidas en la arena y largos trechos con calamina, así que hay que decidirse por el menos malo. Una vez superada la loma, aparece a la vista la Laguna Hedionda y el edificio del Eco-lodge Los Flamencos. A medida que nos acercamos los puntitos sobre la superficie del agua van tomando forma y color y se transforman en flamencos. Hay varios centenares, principalmente concentrados en la orilla más cercana al hotel. Por suerte los últimos kilómetros son de bajada y sobre buen terreno, lo cual nos permite emplear todo el esfuerzo en contrarrestar el viento para llegar hasta el Eco-lodge. Una vez allí, nuestro sufrimiento por hoy se acaba. La recompensa de una ducha caliente y unas galletas es bien merecida.
Recuperados del esfuerzo físico y psicológico, salimos de nuevo al mundo exterior para observar a los flamencos más de cerca. Sorprendentemente, dejan que nos aproximemos a unos 25 metros antes de empezar a alejarse caminando despacio hacia el centro de la laguna. Parece increíble que puedan vivir en este clima, a 4100 metros de altura y con vientos helados a toda velocidad, por mucho que les protejan las plumas. Además, con esas patitas esqueléticas sumergidas en el agua helada todo el día y toda la noche.
La cama de la habitación tiene dos mantas, además de dos edredones. Y es que no hay calefacción, toda la energía es solar y se emplea para las escasas bombillas de bajo consumo que se distribuyen por el edificio. Antes de que se nos congelen las manos mientras leemos y escribimos, nos quitamos el forro polar y demás capas de ropa en el tronco y nos sumergimos en la espesura de mantas y duvets. Mañana empieza realmente la parte dura del recorrido…
A diferencia de los otros días, el viento no ha dejado de soplar en toda la noche. La bandera de Bolivia sigue dando latigazos, igual que ayer cuando llegamos. Mientras el sol empieza a iluminar las cimas de los volcanes al otro lado de la laguna, los flamencos siguen con la cabeza acurrucada entre las plumas del cuerpo, inmóviles en el centro de la laguna, con esa pose tan peculiar de sostenerse sobre una sola pata. Nos acercamos a la orilla para sacar unas fotos de la salida del sol, pero rápidamente nos volvemos al interior del edificio, pues el fuerte viento es gélido. Teníamos pensado salir a las 7 para aprovechar las horas de poco viento, pero parece que el plan ha fallado. Desayunamos tranquilamente, hasta comernos todo lo que nos ofrecen (y algo de la mesa vecina) y empezamos a pedalear sobre las 8.
El sol ya está alto, pero no calienta nada. De hecho, las manos y la cara, a pesar de los guantes y la bufanda tubular, se nos hielan a los pocos metros debido al viento. Durante los primeros kilómetros rodeamos la cadena de lagunas de esta zona: Chiar Khota, Honda y Ramaditas. En varias de ellas hay bandadas de flamencos comenzando su rutina diaria. Ya en este tramo nuestro cuerpo nos recuerda aquellas partes doloridas, debido a la calamina y las piedras del camino. Después de la última laguna, empieza un desierto de grava y arena surcado por infinitas roderas que se unen en el horizonte. Cada jeep trata de evitar la calamina de los caminos existentes creando uno nuevo. El paisaje parece un campo estéril arado. Aquí empiezan también nuestros problemas, no sólo por que comienza la subida, sino porque hay que escoger cuál rodera seguir. Obligatoriamente hay que pedalear por una de ellas, o arrastrar las bicis por la mezcla no compactada de grava y arena. Tenemos suerte y seleccionamos una que no tiene una calamina infernal. Bueno, en realidad, vamos cambiando de roderas escogiendo las menos malas. De todas maneras, basándonos en la información que teníamos de otros ciclistas, estamos de suerte, pues no tenemos que arrastrar las bicis como ellos. Por esta llanura, el sol y el viento nos aplican un tratamiento de frío-calor, como si se tratara de un fisioterapeuta. Cuando sopla el viento, nos helamos. Cuando merma, el calor del sol intenso se transmite desde las ropas oscuras hacia la piel.
A medida que avanzamos y tomamos altura, el terreno se hace cada vez más arenoso hasta el punto en que pedalear es imposible. Ha llegado el momento de bajarse y empujar. De todas maneras, ya estamos casi en el Paso del Inca, una brecha en la roca por donde pasa la ruta. A partir de ahí, podemos volver a pedalear saltando de rodera en rodera hasta el paso principal del día, a casi 4700 metros de altura. Más que un collado, se trata de una cima redondeada que hay que superar. De nuevo hay una miríada de huellas de todoterreno, lo cual nos indica que habrá calamina. El viento, siguiendo el mismo patrón que los días anteriores, sigue soplando de Norte, lo cual nos ayuda a trepar y avanzar a pesar del pésimo terreno. Estamos unos pocos kilómetros por encima de los 4600 y la altura se nota. Las piernas pueden dar más, pero la falta de oxígeno nos ahoga. Tenemos que parar con frecuencia, sobre todo después de cualquier cuesta por mínima que sea. Pero tampoco podemos para mucho tiempo pues nos quedamos helados por el viento. Y no hay nada que se pueda usar de reparo. Nada.
Finalmente superamos la loma y comienza la bajada. El terreno sigue siendo malísimo. Donde no hay piedras, las roderas forman surcos profundos en la arena. A la mínima que pierdes el equilibrio y te desvías del centro de la huella, la rueda delantera se encarama por las paredes de arena y te frena. Con un poco de suerte, das unos bandazos entre las dos paredes de arena y puedes seguir. Si la habilidad no ha sido suficiente, acabas dando un salto para no caerte y con la bici tirada en la arena. Al fondo del valle se ven las crestas multicolores preciosas de una cadena de volcanes. A media bajada nos encontramos con un campo de penitentes de hielo. Son los resquicios que quedan de la nevada del 4 de Julio, de la que nos escapamos modificando el itinerario de nuestro viaje. Los penitentes son formaciones piramidales de hielo inclinadas apuntando todas en la misma dirección hacia el cielo. Esparcidos por la loma que seguimos, realmente parecen una procesión de penitentes cabizbajos marchando en busca de su perdón.
En medio de una nada de grava surcada por marcas de 4x4 se erige un muro indicando el desvío hacia el Hotel del Desierto. ¡Qué nombre tan apropiado! El par de kilómetros hasta el edificio se hace insoportable. A estas horas, el viento ya ha girado y viene del Oeste, frontalmente a nuestra dirección. Tardamos casi media hora en llegar, pero hemos conseguido el objetivo del día. El placer de una ducha caliente es una gran recompensa, pero la satisfacción de haber superado la prueba de hoy es mayor. No podemos negar que cruzar el Sud Lípez tiene mucho de reto físico, pero hoy hemos tenido una buena variedad de puntos de interés: flamencos a 4000 metros, lagunas sulfurosas y con orillas cubiertas de sal, penitentes de hielo y horizontes repletos de volcanes de colores espectaculares.
Igual que ayer, el viento no ha parado de soplar en toda la noche. Empezamos a pedalear tapados de pies a cabeza, pero los dedos de las manos se entumecen rápidamente. En parte por el frío, pero también por la falta de riego sanguíneo debido a la fuerza con la que agarramos el manillar para poder dar giros bruscos y evitar las piedras o rectificar después de que la rueda delantera se atore contra el lateral de arena de la rodera. A nuestra derecha tenemos la cadena de volcanes con cimas coloridas que ya vimos ayer bajando del collado. Ahora, con la luz matinal, muestran sus mejores tonos, pero desafortunadamente, no podemos apreciarlos a menos que nos paremos. El terreno horrible nos fuerza a mantener la mirada en la “pista”. Por suerte, el viento viene de cola y nos ayuda a superar las dificultades. Pero si nos paramos, el impacto de las ráfagas heladas en la espalda nos provoca escalofríos.
El terreno es tan malo que tardamos 1 hora y 45 minutos en recorrer los primeros 8 km. Parte de la lentitud es debida a que con tanto traqueteo durante los últimos días, el asiento de Judit se ha aflojado y necesitamos varios ajustes antes de encontrar la posición definitiva. Sobre el km 8 llegamos a unas rocas donde unos turistas se han parado a observar una vizcacha. Cuando nos ven llegar, el pobre animal deja de ser en centro de atención y pasamos a ser las estrellas del momento. Aquí encontramos la carretera principal recientemente “mantenida”. Se supone que hace un par de semanas pasó la pala niveladora, pero el estado actual es ho-rri-ble. La pista es ancha, pero los jeeps ya han provocado la calamina en toda su anchura. Hay muchos tramos largos en los que es imposible ir sentado en el sillín. Nunca habíamos visto calamina de tal profundidad. La diferencia de altura entre los picos y los valles llega a ser de hasta 20 cm. Gracias a un furioso viento de cola conseguimos pasar incluso los peores tramos sin tener que arrastrar la bicis. En los pocos tramos en que el terreno es firme y parejo, alcanzamos velocidades de hasta 25 km/h sin pedalear, sólo con el impulso del viento. En algunos momentos es tan fuerte que levanta polvo y grava que nos perdigonea la espalda, pero seguimos erguidos utilizando nuestro cuerpo de vela.
Más de la mitad del recorrido de hoy lo hacemos sin apoyar nuestros torturados culos en el sillín. En los cortos tramos lisos, disfrutamos de un paisaje seco, duro y sin vida. Arena, rocas y volcanes conforman este desierto de altura. Uno encuentra la belleza en los contrastes de colores de la tierra y del cielo azul. Así llegamos al famoso Árbol de Piedra, una roca esculpida por la arena que los vientos huracanados le lanzan a gran velocidad.
Si no fuera por la ayuda del viento, hoy no hubiéramos llegado a la Laguna Colorada ni de casualidad. No por la distancia, sino por las horripilantes condiciones de la pista. Ayer comprobamos que tenemos heridas en las posaderas, y si hoy hubiéramos tenido que pedalear, hubiéramos ido dando alaridos a cada bache y cada ondulación de la calamina omnipresente. Afortunadamente, sólo tenemos que dejarnos empujar por las ráfagas y dar algún golpe de pedal para salir de los bancos de arena o subir los repechones. Es una gozada dejarse transportar y pensar que sí llegaremos a nuestro ambicioso objetivo, la Laguna Colorada. Sin embargo, los constantes trompazos que la pobre bici se está llevando durante kilómetros y kilómetros tienen que dejar mella de alguna manera. En cualquier momento alguno de los portapaquetes revienta. De hecho, una de las botellas de agua se ha perforado.
Seguimos avanzando sin ni siquiera parar a comer, no sea que el viento cese o cambie de dirección. Llegamos a una gran duna de arena que obliga a la pista a girar 90 grados. Así es como la Laguna Colorada aparece delante de nuestros ojos, aunque todavía muy lejos. Sin embargo ya podemos apreciar el rojo intenso de sus aguas. No se trata de un tono rojizo, sino de un rojo agranatado que resalta sobre las crostas blancas de sal y bórax que afloran en las islas no cubiertas por las aguas. Desde la distancia vemos cómo el mismo viento que nos transporta, levanta violentamente nubes de bórax blanco.
Finalmente llegamos a la oficina del parque, donde abonamos la entrada, y a las 4 casas que dan alojamiento a los turistas que pasan la noche aquí. Después de devorar una lata de atún y algunos de los panecillos que llevamos, nos vamos paseando hasta el mirador de la laguna. Paseando es una manera de decir que no vamos en bici, porque recorremos el kilómetro y medio que nos separa del mirador con un paso arrítmico provocado por los bandazos de viento. Desde el mirador todavía se ven zonas de agua rojiza, pero no tan claramente como las hemos visto desde la distancia. Según parece, las algas que dan color a la laguna son más visibles si el viento remueve la superficie. El viento no ha disminuido su intensidad, o sea que algún otro factor debe influir. Los flamencos siguen alimentándose como si el viento huracanado fuera una agradable brisa. Sin embargo, todos se alinean para ofrecerle la mínima resistencia. A la que cambian de orientación, las plumas se les alborotan, dejan de ser aves esbeltas y elegantes y pasan a ser una bola despeinada de plumas rosadas.
Desgastados pero muy satisfechos de haber llegado hoy hasta aquí, hacemos nuestras ofrendas al Dios Eolo, agradeciéndole la ayuda prestada y pidiéndole que por lo menos no sople en contra mañana.
Parece que los sacrificios a Eolo están dando resultado, pues el día se levanta sin una pizca de viento. Aprovechando la fortuna, nos ponemos en marcha, pero a los 4 km abandonamos las bicis en la pista y bajamos hasta la orilla de la laguna para ver más de cerca a una bandada de flamencos. La pista queda a cierta altura del nivel de agua y la vista es magnífica. Mirando al frente, nos refleja el sol todavía bajo, pero mirando a los costados, se ve perfectamente el color rojo que le da nombre. La superficie de la laguna todavía está medio congelada y en algunas zonas los flamencos tienen que caminar en una especie de granizado de sandía. La mayoría se concentran en áreas que ya están líquidas, pero no entendemos cómo no se les congelan la patas. Poco a poco van llegando grupos pequeños volando a ras de agua y aterrizando con un breve correteo y un batir de alas rápido y energético. Inmediatamente agachan la cabeza y empiezan a alimentarse.
Mientras los observamos, el sol sigue ascendiendo y cada vez un área más grande de la laguna se ve roja. Cuando reanudamos el recorrido, desde la altura de la pista, la combinación de islas de sal blanca sobre la superficie colorada y los flamencos se ve hermosa.
Reemprendemos el camino luchando contra la calamina y la arena hasta llegar el pie de la subida que nos espera hoy. Por suerte, aquí la pista mejora considerablemente. Los 20 km de subida y 600 metros de desnivel no tendrían grandes consecuencias si no estuviéramos empezándola a 4350 metros. La altura se hace notar y los descansos se hacen más frecuentes a partir de los 4700 m. Además el viento ya ha empezado a soplar y dependiendo de la dirección de la curva, nos ayuda o nos dificulta el avance. En cualquier caso es helado. El progreso es muy lento y nos lleva unas 4 horas llegar hasta el collado, casi a 5000 metros, el punto más alto de todo nuestro viaje. Desde allí ya vemos las fumarolas de los géisers del Sol de Mañana. Bajamos hacia la caldera donde se concentran la mayoría pasando por el costado de uno de ellos que sisea expeliendo gases a toda velocidad. Cerca del punto de máxima concentración de fumarolas hay una torre de piedra a medio construir que nos servirá de abrigo contra el viento. Por desgracia, varios desaprensivos han usado el interior del pequeño recinto como retrete, pero aún queda espacio limpio para montar la tienda. Nos tomamos un descanso merendando y nos vamos caminando hasta las fumarolas. El fuerte viento arranca las columnas de gases de los agujeros en la tierra y se los lleva a toda velocidad. De la fumarola más activa sale un espeso humo gris que ha coloreado las rocas hacia donde sopla el viento. El olor a huevos podrido nos satura el olfato al cruzar una de las nubes de gases.
Aunque todavía es temprano, el viento helado puede con nosotros y nos regresamos a la tienda. Allí cenamos y nos preparamos para una noche que va a ser fría. Uno no acampa normalmente a 4867 metros de altura…
Pues efectivamente la noche ha sido muy fría. El agua de las botellas medio vacías se ha vuelto a congelar. Nos hemos despertado varias veces sobre todo por los pies helados. Cada vez que nos despertábamos nos daba la sensación de estar acampando al lado de una industria con calderas y gas escapando a toda presión. Tampoco es nada habitual acampar a 100 metros de un campo de fumarolas.
Se supone que el mejor momento para visitar el Sol de Mañana es al alba. Nos despertamos a las 6 y echamos un ojo al panorama desde nuestro abrigo. Alrededor de las fumarolas ya hay varios jeeps con sus respectivos turistas, pero el sol todavía está escondido tras las montañas y hace un frío horrible. Nos metemos en el saco de nuevo durante unos minutos más pero empezamos a mentalizarnos para salir al mundo exterior. Con toda la ropa que tenemos, finalmente salimos y nos encaminamos hacia las fumarolas. El viento está calmado y los chorros de gas salen despedidos verticalmente. Ante nuestro asombro, varios de los turistas no tienen ningún sentido del peligro y pasean tranquilamente entre los agujeros, como si el terreno fuera completamente seguro. A pesar de esto, el espectáculo es impresionante. De unas fumarolas los gases emergen furiosamente creando torbellinos, mientras que de otras ascienden con tranquilidad. Se crea una nube gris y pestilente que envuelve la zona. Después de pasear y tomar algunas fotos me doy cuenta que no siento los dedos de los pies. Nos vamos hacia la tienda y me vuelvo a meter en el saco mientras Judit calienta agua para preparar la leche y meternos algo caliente en el cuerpo. Me lleva más de 20 minutos recuperarme.
La salida en bici de la olla hirviente implica una fuerte pero corta subida. La pista planea por encima de los 4900 metros por unos kilómetros y empieza la bajada. El descenso es de unos 500 m en 20 km pero el terreno es tan pedregoso que no podemos tomar demasiada velocidad. Casi desde arriba de todo se ve la laguna Chalviri al fondo del valle. A media bajada nos encontramos con Mathieu y Anne, una pareja de franceses que hacen un recorrido alternativo en sentido contrario. Intercambiamos información del camino que nos espera respectivamente, nos animamos mutuamente y nos despedimos deseándonos suerte. En unos kilómetros más llegamos a las aguas termales de Polques, donde unos turistas se bañan. Todavía tenemos bastante recorrido por delante para llegar hasta la laguna Verde, el objetivo que nos hemos marcado para hoy. Como el viento ya está soplando con cierta intensidad, nos entretenemos sólo para comprar agua y comer algo rápido. De todas maneras, el ambiente en el restaurante no encaja demasiado con nuestro estilo. Algunas de las mesas albergan chalecos con cientos de bolsillos y pantalones con decenas de cremalleras, puestos en personajes que hablan a gritos y engullen una comida que no se merecen. Bueno lo de la comida es pura envidia; se nos van los ojos al brócoli rebozado y a la ensalada de arroz con atún. Pero lo de la vestimenta de explorador es totalmente cierto. ¡Si incluso una pija lleva sandalias playeras! ¿Es que no sabía que iba a estar por encima de los 4000 metros? ¡Ojalá se le congelen los dedos como a mi esta mañana!
Reanudamos la travesía y nos adentramos en el Desierto de Dalí. El cruce va a resultar más duro de lo que esperábamos. Ya contábamos con el mal terreno, pues Mathieu y Anne ya nos habían advertido y los comentarios de otros ciclistas coincidían. Lo que no nos esperábamos es el fuerte viento en contra que se ha levantado. Quizás no debería sorprendernos, pues está siguiendo el mismo patrón de todos los días: a partir de mediodía empieza a soplar de Oeste con energía. Además, la calamina se acentúa. Unos motoristas que nos adelantan van de pie en lugar de sentados para evitarla. El diferencial de los todoterrenos que nos pasan va dando saltos como locos. Y nosotros seguimos atormentando nuestros traseros. Las heridas son cada vez más extensas debido a que vamos buscando zonas de nuestros traseros que todavía no están dañadas. Suerte que ya sólo nos queda un día, porque ya no sabemos cómo sentarnos en el sillín.
Cuando la calamina nos lo permite, alzamos la cabeza y contemplamos el paisaje. Pero al cabo de unos segundos un nuevo golpe en las posaderas nos hace devolver a mirar la pista. Para apreciar el entorno tenemos que parar, cosa que hacemos en varias ocasiones. A nuestra derecha se ven unas cimas que se asemejan a una montaña de helado de vainilla, frambuesa y café sobre el que hubieran derramado chocolate caliente. El chocolate va fundiendo el helado, mezclando los colores y bajando por las vertientes hacia la planicie del desierto. Será que los últimos días han sido bastante espartanos en cuanto a la alimentación, pero ésa es la imagen que se nos viene a la mente. A mano izquierda están las Rocas de Dalí. Se trata de unos peñascos en medio de un desierto de arena. Desde nuestra posición no podemos ver con detalle las formas y quedan demasiado lejos para acercarse. Nos lleva más de una hora cruzar los 7 km de desierto.
Al enfrentar la cuesta del Paso del Cóndor, el viento nos viene perfectamente de frente. Ha estado silbándonos en los oídos y comiéndonos la moral durante los últimos 10 km y no nos vemos con ánimos de continuar durante otros 20 hasta la Laguna Verde. A unos 75 metros a la izquierda de la pista vemos un espolón rocoso que nos puede servir de abrigo y nos acercamos a explorarlo. Nuestra sorpresa es que alguien ya ha limpiado de piedras un área del tamaño de una tienda de campaña. Decidimos acabar con el sufrimiento de hoy y nos volvemos a la pista en busca de las bicis. Mientras las arrastramos de vuelta a las rocas, vemos que hay roderas de bici. Algún otro ciclista ha pasado por la misma experiencia recientemente.
Sólo son las dos y media de la tarde y nos empeñamos en disfrutar de lo que queda de sol. Metidos dentro de la tienda a salvo del viento, nos zampamos la merienda mientras el sol nos calienta a través de la lona. Con la puerta medio abierta, vemos las Rocas de Dalí, que siguen erosionándose con este viento incesante e implacable.
Bueno, pues lo que ya va siendo habitual, agua medio congelada, dedos entumecidos mientras recogemos la tienda y cargamos las bicis, un viento helado nos escarcha la sangre mientras subimos el resto de Paso del Cóndor, etc, etc. Mientras nos ponemos los pantalones de lluvia arriba en el collado para protegernos del viento y del frío durante la bajada, los turistas se paran para hacernos fotos. Incluso unos motoristas se detienen para preguntarnos si todo está bien. Pues hombre, sí y no. No es que pase nada, solamente hace un frío infernal. Claramente, la subida no ha sido nada divertida, pero por lo menos ha sido corta. Tampoco disfrutamos la bajada debido al frío y las piedras. La recompensa llega con la vista de la Laguna Verde. Tras superar una pequeña loma aparece el lago turquesa con el volcán Licáncabur de fondo. Realmente la imagen es de postal. Nos paramos en el ventoso mirador sobre la laguna, hacemos unas fotos y continuamos nuestro camino.
El trayecto baja hasta cruzar el riachuelo que conecta las Lagunas Blanca y Verde. Las rocas del lecho tienen pedazos de hielo pegados. Desde aquí, hay múltiples pistas que van paralelas a la orilla de la Laguna Blanca hacia un pequeño poblado. Más adelante está la oficina del parque y un restaurante-alojamiento donde reponemos fuerzas para proseguir. La pista de subida hasta la frontera está en buenas condiciones y sólo el viento es un problema. Sellamos los pasaportes y seguimos subiendo. Unos kilómetros más y llegamos al asfalto. Se nota que ya estamos en Chile. Fino, suave, dulce asfalto. Quedan atrás la calamina, las piedras y la arena. Pero también la aventura y los paisajes salvajes del Sud Lípez. Llegamos al collado y allí abajo, muy abajo, como a 2200 metros más abajo está San Pedro de Atacama con todas las comodidades de la civilización, pero también con todos sus inconvenientes. Decenas de chalecos con infinidad de bolsillos, camareros en la calle atrayéndote para que entres en el restaurante para el que trabajan, pancartas publicitarias de excursiones en todas las puertas de las mil agencias de turismo y millones de turistas inmaculados/as, afeitados, con el pelo brillante y esas gafas de sol que cubren media cara pero proporcionan protección cero contra los ultravioleta. Pero aún no hemos llegado, todavía estamos arriba, preparándonos para la larga bajada, cubriéndonos con toda la ropa que llevamos. Allá vamos, a toda velocidad por las rectas sin fin. 30, 40, 50 km/h. Y eso que el viento del Oeste nos frena que si no…
Los dígitos del altímetro del GPS bajan sin parar. La cifra de km que nos quedan hasta San Pedro se acerca a 0 más rápido que nunca. Es una sensación extraña. Queremos llegar pero no queremos llegar. Allí abajo hay duchas con agua caliente, comida sabrosa, temperaturas agradables, camas confortables. Pero allí termina nuestro viaje. La gravedad nos ayuda a llegar. El viento nos empuja hacia atrás. No sabemos cuál de ellos quiere nuestro bien. Hasta ahora siempre habíamos odiado el viento de cara, pero ahora quizás deberíamos dar media vuelta y aprovecharlo de subida, porque allí abajo nuestro viaje se acaba. La fuerza de la gravedad nos arrastra pendiente abajo durante 30 km hasta que llegamos a la zona plana del valle. Aquí el viento domina y nos hace los 12 km restantes tan penosos como puede. Quizás en su último intento de convencernos para que volvamos atrás, recordándonos con cada ráfaga que cuando lleguemos, el viaje se ha acabado. Pero ya no hay solución.
Después de los trámites en la aduana, de buscar alojamiento e instalarnos, las primeras sensaciones son de relajación y satisfacción total. Hemos vencido y a la vez disfrutado del Sur Lípez. En los siguientes días nos iremos acostumbrando a la idea de que ya no pedalearemos más. Todavía nos resistiremos a la evidencia dando una vuelta por el Valle de la Luna, pero ya nada nos impresiona. Por un lado, después de las vistas magníficas del Salar, del Desierto de Dalí y de las lagunas, las formaciones del Valle de la Luna no nos dicen nada. Por otro, la tristeza de haber acabado nuestra pedaleada por Sudamérica nos desborda. Por si esto fuera poco, hemos decidido vender nuestras bicis, lo cual nos provoca un sentimiento de traición. Por suerte, el cerebro humano es sabio y se ocupa en otros pensamientos para distraernos. En San Pedro conocemos a Ping y Alex, una pareja de cicloturistas a punto de enfrentarse con el Sud Lípez. Con ellos compartimos buenos momentos contándonos historias de nuestros respectivos viajes. Explicarles con pelos y señales nuestras peripecias nos sirve de terapia. También nos rencontramos con Lukas, el suizo que conocimos en la isla Inkawasi. Nos ha ido persiguiendo por toda la ruta, siguiendo nuestras roderas. En estos momentos estamos a punto de entregar nuestras queridas bicis, símbolo definitivo del fin del viaje. Se acabó.
Se ha acabado. Atrás quedan 128 días de pedaleo, 24 días de caminatas, más de 7000 km recorridos y más de 80.000 metros subidos (9 veces el Everest desde el nivel del mar). Nueve meses y medio inolvidables por el centro y Sur de Sudamérica: Argentina, Chile, Bolivia, Perú y un día en Brasil. Incontables vivencias, muy buenos momentos y emociones indescriptibles; mucho sudor, algunas lágrimas y unas pocas gotas de sangre. Imposible de olvidar.