Álbum de fotos:
• Reserva Nacional Tambopata
Alojamiento y comida:
• Hostal Paititi (Pto. Maldonado)
• Restaurante Burgos (Pto. Maldonado)
Descargar fichero de Pto. Maldonado:
• Ruta GPS y waypoints
En esta etapa recorremos parte del territorio brasileño durante 1 día para desplazarnos desde Cobija, todavía en Bolivia, hasta Iñapari en Perú. Esta carretera forma parte de la ruta transoceánica que comunica los océanos Atlántico y Pacífico pasando por Perú y Brasil. La transoceánica pasa por Puerto Maldonado, ciudad situada en la confluencia de los ríos Madre de Dios y Tambopata. Ambos bajan desde las cumbres andinas hasta las llanuras amazónicas. Desde Puerto Maldonado nos unimos a un tour organizado para adentrarnos en canoa en las profundidades de la selva remontando el río Tambopata durante más de 140 km. Allí se encuentra la Reserva Nacional Tambopata, una maravilla para aquellos que les gusta la selva amazónica en estado puro.
Del 6 al 8 de Septiembre de 2011: De Epitaciolândia a Puerto Maldonado
Del 13 al 17 de Septiembre de 2011: Visita a la Reserva Nacional Tambopata
Ayer conseguimos que “O pelado” nos cambiara un radio roto al instante. Además no nos quiso cobrar nada por el trabajo. ¡Muchas gracias pelado! Hoy, con el radio ya reparado, salimos de buena mañana con destino a Assis Brasil, en la frontera con Perú. Lo malo de esta etapa es la temperatura y los 114 km de distancia. A mediodía tenemos que parar durante un buen rato porque el calor se hace insoportable. Lo bueno es que cada 20 o 25 km hay una especie de área de servicio con sombra, bancos y un establecimiento donde comprar bebida. A ambos lados de la carretera, el bosque ha sido eliminado y sustituido por estancias ganaderas. Durante todo el trayecto, la carretera va ondulando y los cambios de rasante son casi continuos.
A la mañana siguiente pasamos los trámites aduaneros en Brasil y nos encaminamos hacia el puente que cruza a Iñapari, en Perú. Allí sellamos nuestro pasaporte de entrada y buscamos una empresa de transportes para enviar el bolsón hasta Puerto Maldonado. Resueltos todos los papeleos y abastecidos con litros y litros de agua, salimos hacia Iberia. Las ondulaciones de la carretera continúan en el lado peruano. Judit va marcando el ritmo y noto que en cada subida me quedo atrás. A los 15 km me noto excesivamente cansado. Parece que tengo fiebre y el calor me está matando, así que paramos el primer taxi que se nos aparece y nos lleva hasta Iberia. El taxista es super-agradable y una vez llegados a Iberia nos acompaña por varias tiendas de motos para ver si encontramos cámaras de repuesto con válvula Presta. En Bolivia y Brasil sólo tienen cámaras de válvula Schrader. Poco a poco, nuestras cámaras han ido rompiéndose por la base de la válvula y ya sólo nos queda una, contando la que hemos reparado poniendo un parche alrededor de la válvula. Aquí tampoco encontramos. Yo ya estoy medio muerto y le pedimos que nos lleve a un alojamiento. Después de una ducha fría estoy a 39 de fiebre. Por supuesto, ya empezamos a elucubrar sobre posibilidades de paludismo, dengue y demás. Por suerte un antipirético y una siesta hacen que la temperatura baje a 37 en un par de horas. Por la noche salimos a cenar un arroz chaufa, consistente en arroz hervido y pasado por la sartén con plátano frito, pasas, huevo revuelto y algunas verduras salteadas. Muy rico.
Por la mañana del día 8 me encuentro recuperado y decidimos intentar seguir con el plan de ruta que tenemos. Salimos bien temprano pero llegamos al pueblito de Mavila, nuestro destino, a mediodía, con un calor fortísimo otra vez. El único alojamiento abierto no es demasiado acogedor. Las habitaciones no tienen mosquiteras y la madera desprende un fuerte olor a gasoil, usado para impermeabilizarla. Afuera estamos probablemente por encima de los 40 grados, hemos pedaleado 87 km y quedan todavía más de 80 hasta Puerto Maldonado, demasiado para nosotros. La solución, montarnos en otro taxi que nos lleve a las comodidades de una ciudad turística como Puerto Maldonado. Allí nos alojamos en un hotel con aire acondicionado que nos servirá de refugio durante las horas de más calor por varios días.
Después de darle muchas vueltas y regatear como nunca hemos decidido pagar por un tour de 5 días a la Reserva Nacional Tambopata. El tour remonta el río Tambopata pasando por la zona de amortiguamiento de la reserva donde el uso de los recursos, incluyendo la caza, está permitido a las comunidades indígenas. Las dos noches centrales del tour se pasan en el Tambopata Research Center (TRC), ubicado en la zona núcleo de la reserva, a 140 km de Puerto Maldonado, donde no hay comunidades y el bosque se encuentra en estado virgen. Uno de los platos fuertes del tour es la visita a la collpa Colorado, a corta distancia del TRC. Una collpa es una pared de arcilla normalmente a orillas de un río, donde loros, guacamayos y periquitos van a ingerir la tierra rica en minerales. Hay varias teorías sobre porqué estas aves comen tierra. Una de las más aceptadas sugiere que así complementan la dieta alimenticia con minerales. Otra especula que de esta manera contrarrestan las toxinas de algunos de los frutos que forman parte de su alimentación habitual. Sea cual sea la razón, ver cientos de estas aves multicolor revoloteando entre la collpa y los árboles circundantes es un espectáculo único en la naturaleza.
Nuestro recorrido empieza en las oficinas de Rainforest Expeditions, en las afueras de Puerto Maldonado. De ahí nos desplazamos en bus hasta el puerto de la comunidad de Infierno. Por cierto, muy acertado el nombre de la empresa de taxis de la comunidad: Infierno express… A partir de este momento, todos los desplazamientos se realizan en bote por el río Tambopata. Estamos en la época seca y el nivel del río está bastante bajo así que nuestro capitán y motorista a la vez debe conocerse el curso para negociar los rápidos y las zonas menos profundas, sobretodo río arriba. En las primeras horas de navegación, las orillas están salpicadas de escaleras que trepan desde el agua hasta la zona de tierra firme, mostrando la diferencia de caudal entre ahora y la época lluviosa. Las escaleras terminan en un claro de la vegetación donde empieza un caminito hacia alguna comunidad indígena. A menudo, al pie de las escaleras hay amarrados uno o dos peque-peques. Así llaman aquí a las canoas que usan los indígenas. El medio de propulsión es un motor de explosión junto un acelerador como el de las motos, ambos situados en un extremo de un largo tubo dentro del cual se encuentra el eje que mueve la hélice en el otro extremo del tubo, a un par de metros de la canoa. Ya os podéis imaginar el porqué del nombre. Un motor de explosión a escape libre y a bajas revoluciones… peke-peke-peke-peke…
En esta zona del río también es frecuente ver balsas mineras trabajando en la extracción del oro. En este caso, una plataforma flotante succiona una mezcla de agua y fango del lecho de río mediante una bomba y lo vierte en una sucesión de cedazos y alfombrillas que retienen la arenilla más fina entre la que se encuentra el polvo de oro tras el que van los mineros. El siguiente proceso consiste en acumular la arenilla en un bidón, añadir mercurio y pisotear la mezcla como si se estuviera pisando uva. El mercurio se amalgama con el oro y otros metales que puedan estar presentes como el plomo. El resto de minerales se desecha. La amalgama luego se calienta al fuego y el mercurio se evapora, dejando como residuo el oro y el resto de metales. Evidentemente, todos los desechos se vierten al río, incluyendo los restos de mercurio. De hecho, se dice que el pescado de la zona tiene un contenido altísimo en mercurio y que no es nada recomendable consumirlo. Los mineros además de estar en contacto directo con el mercurio durante el pisado, están expuestos a los gases de mercurio, muy nocivos para la salud. Pero es dinero fácil, y para muchos que están sumidos en la pobreza vale la pena pagar el precio, o más probablemente, desconocen las repercusiones que tendrá en su cuerpo. La minería de oro es la primera actividad económica del departamento de Madre de Dios y, a pesar del gran efecto contaminante que supone sobre el medio ambiente, los intereses creados son demasiado fuertes para controlar la fiebre del oro en esta región. Por suerte, tanto la Reserva Nacional Tambopata como el vecino Parque Nacional Bahuaja-Sonene, están río arriba, libres de esta contaminación.
Pasado el primer puesto de control de la reserva empezamos a ver los primeros ejemplos de fauna, una familia de capibaras embadurnándose de barro en la orilla del río. Para nosotros no resulta demasiado emocionante, después del fantástico paseo por el río Yacuma, hace un par de semanas en Bolivia, pero para el resto de turistas en nuestro bote es la primera exposición a fauna salvaje de la Amazonía. En el bote vamos dos grupos con dos guías diferentes. Por un lado van los (mayoritariamente) estadounidenses, con su guía angloparlante. Por el otro vamos nosotros dos, con nuestra guía en español. Los guías van sentados delante a la búsqueda de animales, cuando no echan una cabezadita. El calor (a pesar de que la canoa está techada) y la pesadez y duración del viaje a contracorriente lo harían comprensible, si no fuera por el precio del tour. Entre una cosa y otra, llegamos al primero de los albergues de nuestro recorrido al atardecer. El albergue está situado a unos minutos a pie de la orilla del río por una senda a la que nunca llega el sol. La frondosidad de la vegetación es brutal, tanto en el dosel como en el sotobosque. Esta es un área de bosque secundario, donde los árboles tienen hojas grandes que sólo dejan pasar el 5% de la luz. Como consecuencia, la capa inferior de vegetación tiene que esforzarse por crecer rápidamente para llegar a alturas con algo más de luz. Este es nuestro primer contacto durante el viaje con la jungla amazónica, pues en Bolivia decidimos visitar sólo las pampas, mucho más abiertas. En el corto y acelerado trayecto desde el bote al albergue ya se siente tanto la exagerada variedad de vegetación como la abundancia de fauna. Mirando a los laterales del camino, la vista no llega más allá de unos pocos metros, bloqueada por troncos, ramas, lianas y hojas de múltiples formas y tonalidades. En cuanto a la fauna, ver, lo que es ver, no se ve nada, pero se oyen todo tipo de pájaros, monos, cigarras y otros sonidos que no sabemos identificar. Bueno de hecho, más bien oímos ruidos que creemos saber identificar, pero en los próximos días nos daremos cuenta que los monos emiten sonidos que parecen de ave, las aves tienen cantos como monos, algunas cigarras se parecen más a una alarma antirrobo que a ese sonido veraniego al que estamos acostumbrados. Y por supuesto, de vez en cuando, un sonido de hojarasca húmeda removida por algún animal terrestre huyendo apresuradamente de la fila de humanos.
El albergue se encuentra ubicado en un claro del bosque, talado por supuesto. En una de las palmeras junto al edificio de madera, anida una colonia de oropéndolas, constantemente ocupadas en la construcción de sus clásicos nidos colgantes en forma de bolsa, a base de tejer ramitas y pajas. En su ir y venir en búsqueda del material de construcción, se les ve salir de las bolsas y volar hacia la espesura del bosque. Cuando vuelven y realizan la maniobra de frenado al acercarse al nido, abren ampliamente la cola mostrando las plumas amarillo limón de los extremos. Uno de los nidos ha sido okupado por una pareja de blue-gray tanagers atareadísimos con la alimentación de sus pichones.
Después de la copiosa cena nos volvemos al río para la observación nocturna de caimanes desde el bote. Los ojos de estos reptiles reflejan la luz del foco y se ven como puntitos rojos. La verdad es que esta actividad es bastante pobre. Lo único que vemos es un par de crías de caimán que a nosotros nos parecen lagartijas de piel reforzada, después de lo que hemos visto en el Yacuma. Lo único bueno es que no los habíamos visto de noche. Yo creo que lo de los ojos rojos es debido a la irritación que sufren por el ametrallamiento de nuestros flashes. Además, al cabo de 15 minutos nos damos la vuelta para regresar. Uf! Así no vamos bien. Aquí pillamos el primer cabreo, pues nuestras expectativas están mucho más allá de ver un par de lagartijas de ojos irritados y así se lo hacemos saber a nuestra guía. El regreso a pie al albergue es, sin embargo mucho más fructífero y emocionante. Las arañas escorpión ya han salido de sus escondrijos y acechan a sus presas con sus patas delanteras desproporcionadamente largas y transformadas en antenas sensoras. Descubrimos una cigarra secándose, recién salida de su antigua piel. Mientras el viejo exoesqueleto es de un color parduzco poco atractivo, los ojos son amarillo chillón y las alas tienen tonos tornasol verdes y azules a la luz de nuestras linternas. Sin embargo, la estrella sin duda de nuestro paseo nocturno es una boa esmeralda que nuestra guía Paula descubre colgando inmóvil boca debajo de un tronco. La panza es amarilla y el lomo verde brillante con manchas blancas sobre la espina dorsal. Los ojos son grises con pupilas verticales negras y delgadas. Nos alejamos del camino para acercarnos apartando ramas y haciendo crepitar las hojas secas. No sé qué nos da más miedo, la boa o el resto de fauna que pueda haber bajo nuestros pies o sobre nuestras cabezas. Cuando reanudamos la marcha, ella sigue allí cabeza abajo, impasible, como si fuera de plástico. No, no puede ser, me quito de la cabeza esa idea rápidamente. Aunque los chinos hacen réplicas cada vez más reales, esto sería demasiado. Con el cabreo de las lagartijas de ojos enrojecidos es suficiente por hoy.
En nuestra habitación las mosquiteras ya cubren las camas. Corremos la cortina que nos separa del pasillo común, encendemos las velas para complementar la tenue luz de los quinqués del corredor y nos preparamos para acostarnos aún con la imagen de la boa en nuestros ojos. ¿Estará todavía en la misma posición o estrangulando su cena? Quizás alguno de los trabajadores del albergue ha ido a recogerla para que la humedad de la noche no estropee las delicadas escamas de plást… ¡No! ¡Otra vez esa idea no! Si sólo se hubiera movido un poquitín… ¡Fuera! Afortunadamente los sonidos de la selva se oyen perfectamente desde la cama y nos distraen y hacen olvidar esa endemoniada mentira. ¿Cómo no se van a oír perfectamente? La pared de la habitación que da al exterior no existe. Simplemente hay una barandilla que nos separa de todas las bestias que andan por ahí afuera. Ahora empezamos a enterder cuál es la función del silbato que cuelga de la cabecera de la cama, mmmm…
A las 5 de la mañana del día siguiente nos encontramos con Paula para subir a lo alto de la torre de observación a ver el alba y observar la actividad matinal de la jungla. Por el camino entrevemos un aguti, un roedor del tamaño de un conejo, huyendo del sendero. La plataforma está a la altura de las copas de los árboles más altos. Desde allí se ven las primeras bandadas de loros y periquitos, despertando con sus gritos cacofónicos al resto de los habitantes de la selva. El cielo poco a poco se torna malva, luego anaranjado y finalmente azul. Los guacamayos pasan de camino hacia sus collpas. Un tucán de cuello blanco pasa volando como un proyectil en búsqueda de los huevos de algún nido desatendido que le sirvan de desayuno.
Después de nuestro desayuno nos vamos hasta el lago Condenado donde damos un paseo en canoa. Mientras Paula rema, nos cuenta la historia del lago y nos apunta los animales que va descubriendo. La verdad es que tiene el ojo entrenado para ello, además de conocimientos de biología que resultan muy informativos con cada animal o curiosidad que encontramos de camino. De hecho, todos los guías se licencian después de 5 años de estudios universitarios que incluyen una especialización en el ecosistema de la selva tropical. En las ramas a orillas del lago vemos una bandada de hoatzines y una anhinga, pero nos llama más la atención un grupo de murciélagos descansando bajo un tronco suspendido sobre el agua. Por si su color pardo no fuera suficiente para camuflase, cuando sopla la brisa se balancean imitando el movimiento de las hojas al viento. Desde la canoa, surcando las corrientes térmicas vemos un buitre de cabeza amarilla y un buitre rey, con sus plumas blancas cubriéndole el cuerpo y la mayor parte de las alas. Al otro lado del lago caminamos hasta encontrar una ceiba gigante. Sus raíces en forma de bandera son más altas que nosotros, el tronco debe tener unos 3 metros de diámetro y unos 30 de altura. No es de extrañar que los indígenas la consideren la madre de la selva. En sus alrededores somos testigos de un fenómeno muy curioso: un grupo de orugas que se mueven de manera coordinada. No van en fila, sino formando una masa informe, unas sobre otras. Las que caminan por las capas superiores del amasijo avanzan más rápido que las de las inferiores, como cuando caminas por la cinta transportadora de un aeropuerto. Cuando llegan a la cabeza del grupo, pasan a una de las capas inferiores. Con ese movimiento rotativo, caótico pero coordinado dan sensación de ser un animal más grande y posiblemente les salva de ser devoradas por predadores desconocedores del truco.
La mayor parte del resto del día la pasamos navegando río arriba hasta el Tambopata Research Center. Después de acomodarnos salimos a dar un paseo por los alrededores. Aquí el bosque es de tipo primario, con árboles altos y de hojas pequeñas que dejan pasar más luz que en el secundario. Las plantas del sotobosque tienen menos necesidad de crecer y como consecuencia son más bajas y están más separadas, permitiendo una visibilidad mayor. Así es cómo conseguimos ver los cuartos traseros del más rezagado de la manada de pecarís. Hace rato que los olemos, pero nos ha costado verlos. No estamos presumiendo de olfato de cazador amazónico, sencillamente apestan a decenas de metros. Los jaguares deben olerlos a kilómetros. Después de cenar, Darwin, uno de los investigadores del centro nos da una charla personalizada sobre el proyecto guacamayo, principal actividad del TRC. Resulta una presentación muy útil para la visita de mañana a la collpa Colorado. Entre otras cosas nos cuenta el éxito que los nidos artificiales han tenido para el proyecto. Se trata de cilindros de PVC que imitan el tronco hueco de un árbol, allí donde anidan las dos especies más grandes de guacamayos: el rojo y verde y el escarlata. Normalmente cada pareja pone de 2 a 3 huevos, pero habitualmente, uno de los polluelos muere de inanición. Los padres deciden si hay suficiente alimento para todos o han de sacrificar a alguno para garantizar el éxito de sus hermanos. Una de las actividades del proyecto es tomar esos pichones desatendidos y alimentarlos en laboratorio hasta que son capaces de alimentarse por sí mismos. A estos ejemplares se les conoce cariñosamente con el nombre de Los Chicos. Por las mañanas, mientras se sirve el desayuno, algunos de Los Chicos frecuentan el comedor para robar panqueques, bollos de pan, terrinas de mantequilla o cualquier cosa comestible que los turistas embelesados por los colores de sus plumas se dejan arrebatar de sus platos. Cualquiera osa a oponer resistencia. Su enorme y afilado pico podría arrancarte un dedo sin el menor esfuerzo. Sólo el camarero se atreve con ellos, usando una servilleta de trapo a modo de capote, increpándolos hasta que suelta su desayuno o salen volando con él a una rama a unos cuantos metros del suelo. Desde allí emiten victoriosos sus tan discordante kra-kra-kra, como si se burlaran de nosotros.
Hoy es el gran día, la primera de las visitas a la collpa. Todavía a oscuras, embarcamos en los botes y nos vamos unos minutos río arriba. Andamos por un sendero, a orillas de un afluente del Tambopata, pero escondidos entre la maleza. En unos minutos más llegamos a un claro a orillas del riachuelo. Allí nos sentamos en los taburetes plegables que llevamos y nos disponemos a esperar. ¡Ay! Aquí llega el segundo cabreo del tour. Delante nuestro, al otro lado del afluente solo hay cañas y árboles. A 100 metros río arriba se ve una pared de arcilla. A 100 metros río abajo se ve otra pared de arcilla. Por unos segundos parece que estemos presenciando un partido de tenis. Incrédulos movemos la cabeza de una collpa a otra. Cuando reaccionamos nos miramos sin saber qué decir. Paula rompe el silencio informándonos que sí, que esas son las collpas. ¡¡¡¡Pero si están a 100 metros de aquí!!!! Pero si los guacamayos van a parecer gorriones, palomas como mucho. Y no te digo los loros. De los periquitos ya ni hablamos. Ahí se me revuelve el estómago y los intestinos y el cerebro empieza a girar dentro de mi cráneo. Joder, si en la oficina nos avisan de esto no venimos. Sin unos prismáticos de pajarero profesional, o un teleobjetivo del copón o aquí no vamos a ver un pijo. Los guías traen telescopios con trípode, pero nos creíamos que eran para verle hasta el alma a los guacos. Pues no, resulta que es para verlos, simplemente verlos y diferenciarlos de los otros puntitos picoteando la maldita arcilla. La idea de tener que conformarnos con mirar las guías de campo con dibujitos a todo color de los bichos me trastoca. Me quejo amargamente, pero el Sernanp, el organismo peruano responsable de las áreas protegidas, es muy estricto con las reglas para la observación de los pajarracos. Hemos de reconocer que sí preguntamos en la oficina a qué distancia estaba la collpa del escondite de observación como uno de los parámetros para decidir desembolsar la pasta, pero la respuesta de un guía que pasaba por allí fue: “a unos 200 metros”. La distancia era tan absurdamente lejos que asumimos que el tipo no sabía calcular la distancia, cosa que por otra parte es frecuente entre los locales. Estamos más que escarmentados con el tema de “aquisita mismo”. Pues se equivocó de largo, pero tampoco está aquisito mismo que digamos. Frustrado me vuelvo a sentar en mi taburete. En los árboles alrededor de la collpa se empiezan a oír los gritos de los guacamayos y loros. A mí me parece que están a millones de kilómetros, pero no puede ser porque los oigo. Deben estar sólo a cientos de kilómetros. Me dan ganas de empezar a gritar y fastidiar el día a todos. Una vez asumido que no los vamos a ver de cerca, nos disponemos a aprovechar el espectáculo tanto como podemos. Lo que ocurre a partir de ese momento es algo que no olvidaremos fácilmente.
Las primeras parejas de guacamayos bolivianos (guacamayo azul y amarillo) pasan sobrevolando el río a nuestros pies. El sol, todavía bajo, les ilumina la panza y la parte inferior de las alas. Con razón también son conocidos como los guacamayos dorados. A veces, van en grupos de 3, la pareja y la cría. Luego siguen bandadas de 6, 10, 15 individuos, volando en formación para posarse en las copas a decenas de kilómetros, bueno, quizá sólo sean 200 metros. A continuación llegan los escarlata. A simple vista se ven unas estelas paralelas de un rojo brillante sobre el fondo verde de la vegetación. Pasan planeando para percharse en su propia copa. A través del objetivo de 400 mm de nuestra cámara réflex, se pueden apreciar con un tamaño medio decente, aunque con los colores muy apagados. Por suerte el cerebro es una máquina de auto-engañarse casi perfecta. Habiendo visto las fotos en la presentación de ayer noche, el cerebro sabe cómo son de cerca, qué colores tienen, cómo son las plumas de las alas y la cola… Ahora ve algo borrosillo que se le parece y correlaciona con lo que vio ayer hasta encontrar lo que más se le parece y te lo envía al sistema cognitivo. Lo que “ves” no es lo que tus ojos ven, sino la imagen mejorada por tu cerebro. Bueno, ¿y qué? Pues más vale disfrutar el momento que seguir sentado cabizbajo amargándote por el centenar de metros que nos separa de ellos. Y realmente es un espectáculo digno de ser admirado. La cantidad y variedad de loros y guacamayos que vemos es impresionante. Los últimos guacamayos (de las 3 especies grandes) en llegar son los rojo y verdes, los más grandes de todos. Ellos también tienen sus propios árboles desde donde controlar la situación antes de bajar a la collpa. El alboroto ya es considerable y en unos minutos más ya no sabemos adónde mirar. Bandadas de loros, periquitos y guacamayos siguen pasando en formación a unas decenas de metros nuestro para reunirse con sus congéneres. Hay unos tímidos intentos de algunos loros de bajar a las paredes de arcilla, pero rápidamente se vuelven a los árboles. Parece que se trate de voluntarios suicidas, que se arriesgan para descubrir algún predador al acecho. Como sobreviven al intento, unos pocos más se atreven a bajar. Picotean nerviosamente la tierra y se regresan a las copas. Poco a poco la población de loros y periquitos en la collpa aumenta. Los guacamayos esperan un poco más expectantes en árboles más cercanos. Finalmente se deciden a bajar y entonces la explosión de colores en la collpa es magnífica. En ocasiones se mezclan las 3 especies de guacamayos grandes y varias de loros. Cuando los bolivianos revolotean provocan flashes azules y amarillos, mientras que los escarlata destacan por el rojo brillante. Para los loros necesitamos el telescopio (sniff). La concentración de aves en la collpa llega a superar los 30 o 40 individuos a la vez, pero muchos otros siguen revoloteando en los alrededores o esperan su turno en las copas cercanas. La función continúa en plena efervescencia durante unos 45 minutos, momento en el que en medio de un griterío impresionante todos salen despavoridos. Los que estaban picoteando alzan el vuelo apresuradamente y los que están en las copas les siguen sin perder tiempo. Según los guías, se trata de un flash. Quizás un depredador ha sido avistado, pero no son capaces de determinarlo. En un santiamén el bullicio se ha atenuado casi totalmente. Ya sólo se oyen los kra-kra de los guacamayos en la distancia. Ahora sí a unos cientos de metros. El show ha terminado. Nos quedamos esperando unos minutos más por si acaso, pero ya no volverán. El cerebro empieza a usar otro de sus trucos, trayendo imágenes capturadas durante la función, ampliándolas y adornándolas antes de presentárnoslas. Nos regocijamos recordando escenas especialmente llamativas, como una pareja de escarlatas colgadas boca abajo mientras juguetean con los picos. O un trio de bolivianos haciendo acrobacias en el aire. Recogemos los trastos y nos volvemos hacia el bote sin darnos cuenta casi de lo que hacemos, ocupados en contarnos con excitación lo que todos ya hemos visto. Debe ser un símbolo de que hemos disfrutado del espectáculo.
De regreso en el refugio, desayunamos mientras seguimos charlando sobre las imágenes todavía muy frescas. Además nos visitan dos de los chicos. Con todo atrevimiento, se posan en la mesa y se llevan un bollo y una de las cajitas de mantequilla. Alguno de los turistas se enfrenta con ellos y trata de que lo suelten, pero los Chicos se rebotan y los amenazantes picos amedrentan a cualquiera. Pasamos el resto del día paseando por los alrededores de TRC con Paula. Una de las curiosidades que nos llaman la atención son las palmeras caminantes. Esta especie de palmera tiene raíces que salen directamente del tronco pero no bajo tierra, sino a un metro por encima del suelo. El tronco, propiamente, acaba en forma puntiaguda y ni siquiera llega al suelo. La palmera, en un intento de conseguir más luz se inclina lateralmente. En ese lado del tronco nacen nuevas raíces para sostener el peso. En el lado opuesto, las raíces mueren y caen. De esta manera, la palmera se traslada lentamente hacia una zona con mayor cantidad de luz.
A la mañana siguiente volvemos a la collpa Colorado y el show de los guacamayos y loros se repite. Hoy quizás nos preocupamos más de avistar las especies menos habituales. Así es cómo descubrimos el guacamayo de cabeza azul, muy raro, y el de frente castaña. También podemos apreciar a través de los telescopios el loro de mejillas anaranjadas, el de cabeza azul, el de panza blanca, la aurora grande, la de frente amarilla, etc, etc, etc. Hoy el espectáculo es más corto. Después de un primer flash, parte del repertorio se va, pero al segundo de la mañana, desaparecen todos.
Después del desayuno, mientras esperamos la hora de embarcarnos río abajo, descubrimos una variedad increíble de saltamontes, arañas y otros insectos en los propios jardines del lodge. El trayecto de vuelta a los refugios más cercanos a la civilización es bastante aburrido a excepción de unos pocos momentos. El primero comienza cuando la brujita de Judit me pide la cámara. Aquí tengo que usar el diminutivo para evitarme problemas. En la escuela me enseñaron que los diminutivos expresan cariño. Así termina mi turno de estar al acecho de animales en las orillas del río. Su frase “pásame la cámara que voy a avistar al jaguar” resulta convincente, pero improbable. No han pasado ni un par de minutos que con un tono de excitación contenida dice: ¡ahí está! Me la miro con estupefacción, pero ella sigue amorrada a la cámara con el objetivo al máximo alcance. ¡Hay algo en la orilla que se mueve a 4 patas¡ ¡Dispara!, le grito yo. ¿Dónde está? Me indica, pero el bicho sea lo que sea ya se ha escondido entre la maleza. El alboroto ha despertado el interés de los otros viajeros, que probablemente sólo han pescado la palabra jaguar. Se les ve cómo nos miran y a continuación escudriñan la orilla hacia donde nosotros miramos. Ni siquiera yo mismo lo he visto. Me tengo que contentar con verlo en la pantalla de la cámara. ¡Ha visto un jaguar! Le digo a Paula y le pasamos la cámara para deshacer su incredulidad. La cámara circula de punta a punta de la canoa y a partir de ese momento Judit es la persona más odiada del bote.
A medio camino, nos desviamos del curso principal para amarrar en una isla cercana a otra de las grandes collpas del Tambopata, la collpa Chuncho. Caminamos despacio entre la vegetación hasta llegar al frente de la pared de arcilla. Esta pared es mucho más grande que la Colorado y está abarrotada de guacamayos de las 3 especies grandes. Hay cientos de ellos. Estamos a bastante distancia, pero no podemos acercarnos más, pues ya no tenemos cañas o arbustos donde camuflarnos. La grandiosidad de ver tantos guacamayos juntos nos reconforta. Uno diría que estas especies no están en peligro, pero seguramente antes no hacía falta acudir a una collpa para ver tantos congregados. En algún momento algo o alguno de nosotros los asusta y salen volando hacia sus lugares de forraje durante el día. Mañana volverán, pero nosotros ya no podremos verlos. Nuestros días en Tambopata están a punto de acabarse.
Otro momento de excitación durante la bajada por el Tambopata es cuando una pareja de tayras jóvenes se pasean tranquilamente por una playa. Las tayras son parientes de las nutrias, pero han evolucionado para adaptarse a una vida arborícola, donde roban huevos de nidos, alimento que constituye una gran parte de su dieta. Como todo joven, son curiosas y nos miran desde la orilla con sus cuellos erguidos, pero cuando nos acercamos demasiado, se esfuman entre las cañas.
En nuestra última tarde en la reserva, subimos a una de las torres de observación. Ésta supera la altura del dosel del bosque. Desde allí nos encantamos viendo una familia de aulladores calentándose con los últimos rayos de sol. Su pelaje brillante toma tonos cobrizos con la luz anaranjada. Uno de los adultos se ha tumbado en una gruesa rama con un brazo y una pata colgando. Otros están sentados en la misma rama, limpiándose mutuamente. La verdad es que transmiten paz. Se les ve muy tranquilos, como si estuvieran en su casa :)
Por la mañana todavía tenemos tiempo de visitar la pequeña collpa cercana al refugio. A esta sólo acuden loros, pero se pueden ver mucho más cerca, como a unos 20 metros. Esta pequeña pared está a la sombra y los colores no son tan espectaculares, pero los detalles del plumaje se pueden ver sin telescopios.
El regreso a la civilización es pesado, sin ningún interés y con esa tristeza que da abandonar un lugar tan emocionante como la selva amazónica. La mejor terapia es recordar las imágenes y los momentos vividos durante los últimos 4 días. Todos ellos son irrepetibles a menos que volvamos a internarnos en la profundidad de la selva pero de momento estos días han llenado nuestra necesidad de vida salvaje.